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Cuando conocí a “A”

Conocí a A*. después de acabar en la universidad. Siempre he pensado que fue raro haberla conocido después de haber devorado aquella época de eterna (y precaria) primavera, y no haberlo hecho antes, o haberlo hecho después, o para ser sincera, no haberlo hecho nunca. La conocí con recién cumplidos 22 años, la historia de cómo nos conocimos no tiene una especial emoción narrativa. Al principio, todo marchó bien, mi vida junto a A. era parecida a la vida sin A. Al final, nos hacíamos la compañía que se hacen las chicas cuando se conocen, tonteábamos y no sabíamos si éramos compañeras, amigas o algo más. 

La conocí tras haber experimentado uno de los peores errores que puede tener una chica feminista de 22 años: fallarle a lo que crees que es el único feminismo cuando tienes 22 años. Aunque este error si tiene especial interés narrativo aun no soy capaz de relatarlo. Ir en contra de ti misma y de tus propios límites puede ser algo destructivo. Una vez conocí a una psicoanalista que decía que los límites que te ponen en la infancia están para rebasarlos, conocer hasta donde puedes estirar de la cuerda entre el bien el mal, que te regañen con el relativo amor con el que regaña La Familia y que eso, regule tus actos y tus valores adultos. 

Al parecer decía que si no habías recibido tales límites todo podría complicarse. 

Al parecer si no hay nadie que te ponga límites, esos límites te los tienes que poner tú. 

Al parecer ponerte tus propios límites en la infancia no es bueno para ti, por que hay peligro de que te pases o que te quedes corta. 

Al parecer fallar a los límites de otro es algo normal, pero fallarle a tus propios límites es grave.

Al parecer no es lo mismo fallarle a tu mamá que fallarte a ti misma: todo el mundo cree que duele más lo primero, pero yo te garantizo que duele mucho más lo segundo. 

A. fue algo muy fuerte para mí. La vida adulta llegaba y con ella los trabajos serios, la domiciliación de facturas, la nomina, gastar la nomina, dejar de vivir en pisos de estudiantxs para vivir en pisos de trabajadorxs, aunque siempre, siempre, siempre fueras lo que fueras lo serías versión precaria. Pasarías de trabajos inestables y mal pagados de camarera, a trabajos inestables y mal pagados en una oficina, de alquileres inasumibles como estudiante, a inasumibles emancipaciones como trabajadora, de no llegar a fin de mes con quinientos euros a no llegar a fin de mes con mil euros. Dejar de estar en guerra frente al sistema para ser un engranaje más del sistema. Siempre indignada con el sistema pero manteniendo el sistema. A. me acompañó en este tránsito, lo vivió y lloró conmigo. Ella también cambiaba, a ella el sistema también la atropellaba. Estamos juntas en esto me decía, y yo sabía que no es que estuviéramos juntas es que estábamos solas. 

A. y yo al principio nos llevamos bien. Al principio, como todo, era poco serio, un rollo de vez en cuando, no le dimos demasiada importancia. Cuando nos veíamos pasábamos el rato sin más, alguna resaca juntas, algún día a tomar algo después del trabajo, tras las reuniones importantes y los primeros talleres que impartía la solía llamar para contárselo. A. era muy atenta, me escuchaba con vigilancia todo lo que le contaba. Me gustaba relatarle, con todo lujo de detalles, como me sentía y el por qué me sentía así, mis dudas, mis miedos, todos los caminos posibles, todos los que llevaban a Roma, a la Luna o Júpiter. Le encantaba hacerme preguntas que solo ella me ha hecho nunca. Preguntas que me hacían pensar, ir más allá del acá, plantearme nuevos escenarios, sueños y fracasos. Panoramas reales o panoramas que se salieran de los márgenes del horizonte que mi situación socioeconómica marcaba. Estar con A. empezó a ser Pura Pasión, era desenfreno, era estimulo, era  la motivación que me hacía sentir viva. Sentía que encajaba en este mundo, que lo estaba haciendo bien, que podía con todo, con todo no, que podía más que con todo. Todo estaba en mí, “you can do it”, yo podía dar lo que quisiese en mi carrera profesional, en mi carrera en la vida, en mi carrera como persona. Ella me lo decía y además, me recordaba constantemente que ella iba a estar conmigo, en mis logros y en mis fracasos. Me lo prometió. 

Al principio, como son este tipo de cosas, nos empezamos a ver de manera esporádica, pero después, estaba completamente enganchada a ella y lo peor de todo, ella estaba enganchada a mí. Lo esporádico se convirtió en frecuente para pasar a ser constante con el paso de los años. Yo me resistí. No quería nada serio con nadie, parejas, trabajos, mascotas, oposiciones, viviendas, hijxs, nada. Nada que me uniera permanente al hecho de tener que estar viva, al aquí o al ahora. Ella lo sabía y fui clara, pero como todo veneno, ella no estaba dispuesta a comprar mis límites. 

Con los años, las idas y venidas, A. no me abandonó. Cambié de trabajo, cambié de amistades, cambié de amantes, cambié de hábitos, cambié de aficiones, cambié mi manera de vestir, cambié mi manera de sentir, cambié mi manera de ver el mundo, lo cambié todo, pero solo ella y nadie más estuvo a mi lado. Le daba igual quién fuera o quién quisiera ser, con quien decidiera acostarme o verme, porque ella, decía, siempre estaría a mi lado, de la manera que fuera, de la forma que fuera, del modo en el que pudiera. 

Mi dulce A… ella me ayudó en tantas cosas, y en tantas otras, me puso la pierna encima para que no me levantara. No recuerdo otra relación así. Aparecía cuando la llamaba para pedirle consejo en cualquier momento que yo quisiera. A. se lo montaba para llegar estuviera en Burgos, en Valencia, hiciera ola de calor o cayera la gota gorda. Ella se convirtió con los años en el centro de mi vida. Me hizo creer que en el mundo estábamos ella y yo: Teresa y A. Me acostaba con ella con una obsesión que nunca antes había conocido, se levantaba conmigo, desayunaba conmigo, me daba un beso antes de irme a trabajar, otro antes de cruzar la puerta para salir de casa, me llamaba por teléfono de camino al mismo trabajo, incluso a la hora de comer muchas veces se presentaba por sorpresa en mi trabajo. Yo era consciente de que ella era obsesiva, impertinente, entrometida. Le advertía muchas veces, A. por favor, ahora no es momento, a la gente de mi trabajo le incomodas, pero a ella le daba igual, se seguía presentando una y otra vez, a la hora de comer, a la hora de almorzar e incluso cuando nos quedábamos a hacer horas extras. A veces a mí también me daba igual y la invitaba a comer, almorzar o hacer horas extras en un curro, en otro y en otro. Ha conocido a casi todxs mis compañerxs, a casi todxs mis amigos. A. nunca le gustó a nadie, me lo advertían, me rogaban que la abandonara, pero no podía, no podía, no puedo. 

A. y yo decidimos tener una relación abierta, me decía, Teresa nada me importa yo siempre voy a estar contigo, estés con quién estés y estés donde estés, te voy a proteger de todos los daños que puedan venir, déjame estar contigo. Yo la creí y le dejé estar conmigo, accedí a tener ese tipo de relación. Para siempre. 

Un día, me di cuenta de la toxicidad de nuestro vínculo y decidí cortar por lo sano. Le dije que no podía seguir así y ella se enfadó. Se enfadó tanto que me pegó una bofetada en la cara. No daba crédito a lo que estaba pasando, le chillé y le dije que qué hacía, si estaba loca, qué por qué me pegaba. Ella estaba sería, impasible, me miraba desafiante, tenía delante al mismísimo puto demonio. Yo lloraba y le decía que me dejara en paz, que se marchará que eso era el colmo de los colmos. Me siguió pegando, me tiró al suelo y me puse a temblar. Mi boca parecía una castañuela, lloraba y la miraba y ella dejo de ser impasible para empezar a reírse de mí. La primera vez que A. me agredió tenía 24 años y seis meses, la segunda 25 años y dos meses y a la tercera cuando ya no tenía 25. Después de la última paliza fui directa al ambulatorio. 

Llegue llorando, me ahogaba, no podía respirar, sentía que había salido casi viva de esa situación. Eran las ocho de la tarde. Llegue a la recepción del ambulatorio del barrio donde vivo desde hace ya ocho años. La mujer de la recepción es imbécil. Concretamente esa mujer de la recepción, la que estaba cuando entré después de la paliza de A. es imbécil, hace años que no nos entendemos. Es curioso porque el cerebro a veces se bloquea cuando estás en shock pero no todas las situaciones horribles y violentas, como lo son las agresiones de este tipo, te hacen quedarte en shock, a veces, o por lo menos a mí, se me pasaron por la cabeza cuestiones que me salvaron la vida, como ir al ambulatorio, y cuestiones banales como recordar que esa mujer era imbécil. Estaba asustada pero me asuste, aún más si cabe, cuando la imbécil me atendió tan rápido. Me miraba y sonreía con dulzura, me tranquilizaba con frases cariñosas y finalmente me transmitió un mensaje malo con posibles soluciones amables, cosa que ella nunca hacía: “No hay ningún médico para atenderte, pero te voy a traer al enfermero, no te muevas cariño”. ¿Cariño? Pensé que mi aspecto tenía que ser mucho peor de lo que yo misma creía para que esa mujer me hubiera llamado así. 

Mientras el enfermero llegaba pensaba en A., en la paliza que me había metido, en la rabia que le tenía, en por qué no había hecho nada antes para dejarla, en por qué ella se aferraba a mí como una puta garrapata que se aferra al culo de un perro. Pensaba que por qué no me dejaba ir tranquila. Pensaba egoístamente que se fuera con otra mujer, que torturara a otra mujer, que me daba igual el feminismo, pero que se entretuviera con otra y no conmigo, que otra quizás se lo merecía más, o menos, me daba igual pero que a mí me dejara de una vez tranquila. Menuda cerda, pensaba, no podía parar de temblar, me dolía todo el cuerpo, pensaba y lloraba. Cuando llegó el enfermero era un señor que estaría alargando el momento de su jubilación, tenía una oreja doblada para abajo, unas gafas cuadradas y grandes como el señor de la película Up y me miraba con una tristeza dulce. Le ví e inmediatamente después le abracé muy fuerte. Le expliqué que A. me había hecho daño, pero por lo visto no entendía nada, porque me dijo: “no entiendo nada cariño, pero tu médico aún está aquí, no está pasando consulta pero seguro que te quiere ver”. Me llevo a la consulta del médico, mientras le abrazaba fuerte, fuerte, muy fuerte, como si fuera el un yayo y yo una nieta que se acaba de caer de la bici y solo necesita que le hagan caso. 

Mi médico, al que le guardo un profundo cariño y respeto, me miró de arriba abajo con desdén. Era y es (solo se ha jubilado) un jodido cínico de mierda. Pero fue el jodido cínico de mierda que me salvó, si es que alguien me podía salvar. 

Cuando entré en la consulta tenía todo el rímel corrido, se me caía la baba, tenía espasmos en los brazos y en las piernas, pensaba que hablaba pero al parecer solo balbuceaba, daba asco y pena. Mi señor cínico me metió un diazepam en la boca, me tumbó en una camilla y me dijo, que cuando pudiera hablar como una persona adulta me sentara y le contará. Tardé diez minutos en dejar de ser la nieta del accidente en bici para reincorporarme y ser solo una mujer dañada. Me senté frente a él. Le conté todo. Nunca le había contado a nadie todo. Estuvo conmigo en consulta hasta las nueve y media de la noche. Me dijo que tenía que poner remedio, que así no podía seguir, que él creía que tenía depresión, todo por culpa de A. Me hizo una receta rápida de antidepresivos, ansiolíticos y me derivó a psiquiatría. 

A. después de la tercera agresión y mi visita al ambulatorio dejó de cogerme el teléfono unos días, pero más tarde volvió. 

La psiquiatra me dijo, efectivamente tienes depresión Teresa, de la depresión leve te puedo sacar de la severa no, tú eliges que quieres hacer. Cuanta responsabilidad. Le pregunte por A., que qué podía hacer con ella y me contestó que con la Ansiedad iba a tener a aprender a lidiar para toda la vida. 

Hoy hace ya unos años del inicio y unos pocos del final de esta historia. Ansiedad ha sido sin duda mi relación más tóxica a lo largo de los años. En su máximo esplendor me llevó a sumirme en una depresión durante un año de mi vida. 

A veces me doy cuenta de que solo escribo cosas tristes, pero no me voy a cansar de relatar los escenarios catastróficos de mis peores estados de salud mental. No me voy a cansar seguro, seguro de relatar lo que considero que han sido los momentos más aterradores de mi vida, sobre todo y como siempre, por si a alguien en estos relatos del horror encuentra algo de cobijo. La salud mental me tiene fascinada y agotada. Pensaba que de ese pozo no iba a salir viva, y lo he hecho, y no más fuerte, solo más magullada. A día de hoy sigo teniendo una relación con A. menos estrecha, muchísimo menos estrecha que la de antes. Ahora creo que me encuentro bien, y eso puede hacer caer a la/el lectorx en los falsos discursos meritocráticos: que con un poco de esfuerzo de todo se sale. Pero como me dijo una amiga enfermera: hay gente que curra, incluso mucho más que tú, para salir del pozo y no sale, considérate afortunada. Así que, gracias azar de los cojones. 

*Por supuesto uno de los recursos empleado en este texto es un guiño a mi queridísima y amada Annie Ernaux. Digo guiño pequeñísimo, porque es inalcanzable ese nivel de elocuencia y descripción, ni perseguirlo quiero. Y es que no existe gloria más grande que tener un relato de esa mujer entre las manos un domingo por la tarde.

Teresa Rincón

Sexóloga de profesión, pero sobretodo callejera y feminista postmoderna.

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