Desarmado ya el discurso manido y obsoleto que nos ponía a competir entre nosotras, es ya innegable que las mujeres nos hemos unido. Entre desconocidas nos hemos reconocido en un miedo común. Aprendimos a caminar en el terreno pantanoso del abuso de poder y la violencia sexual, callando por vergüenza, por culpa o por temor a que las consecuencias fuesen peores que el acto vivido en sí. Pagando con nuestro silencio habernos metido, nos decían, «en la boca del lobo». Y es que ¿cómo se le ocurre quedar a solas con un desconocido, no dejar ese trabajo en el que está siendo acosada o subir a aquella habitación en la que «¡¿qué esperaba que sucediese?!»?
Hasta hace bien poco, el foco se ponía mayoritariamente en la responsabilidad de la persona abusada, en lo que ella podía haber evitado, en su ropa, su defensa o su silencio. «El que calla otorga», lo dice el refranero popular, que es La Biblia del pueblo, así que:
-¡Si no le estaba gustando, haberse negado usted!
-Me negué.
-Pues haberse negado más.
-¿Más?
-Más claro.
-¿Cuánto más?
-O más alto. O más fuerte. Sí, eso es, haberse negado usted más fuerte. Pataleado más fuerte.
-¿Más fuerte… que él? Tenía miedo.
-¡Haber pataleado usted más fuerte que su miedo! Y en cualquier caso, no vale denunciar agresiones un año o dos después.
-Cuénteme, ¿qué tiempo le parece a usted el válido para que yo pueda hablar de lo que a mí me sucedió?
-Si calló entonces, ¿para qué habla ahora?
-Para que otras encuentren en mi voz la fuerza. Porque ahora sé que no estoy sola.
Dijo la periodista y escritora Lucía Lijtmaer: «No olvidéis nunca esto: las mujeres hablamos entre nosotras, y tenemos un disco duro que flipas con toda esa información. Y algún día, eso os dará tanto miedo como a nosotras oír unos pasos volviendo a casa de noche».
Efectivamente, de hablar, y mucho, se nos ha acusado a las mujeres durante siglos, del cotorreo, el cotilleo y el bla bla bla. ¿Por qué vais juntas al baño? ¿Se puede saber de qué cuchicheáis? Pues… de «cómo se deslizaron lentamente las yemas de sus dedos por mi espalda», de «cuántas veces había imaginado sus labios agarrados a los míos», o de que «le pedí que se pusiera un preservativo pero no quiso y, al insistir yo, me dijo que por mi culpa se le había bajado, así que, antes de irme, lo menos que podía hacer era chupársela». La perversidad no reside en obligarte a hacer algo sino en convencerte de que quieres o debes hacerlo.
Llevamos siglos tejiendo una red de conversaciones privadas entre nosotras en la que ahora, por fin, encontramos un lugar seguro desde el que hacer públicas tantas palabras confesadas a escondidas para no ser señaladas, aisladas, o incluso castigadas personal y profesionalmente. Y es que somos muchas, prácticamente todas, como pudo comprobarse tras eclosionar el movimiento Me too. Casi la mitad de la población mundial con acceso a redes sociales, insisto, casi la mitad de la población mundial con acceso a redes sociales, compartió testimonios de abuso y violencia. Con un denominador común, como expone la filósofa Geneviève Fraisse en su libro Del consentimiento: Consentir no es desear. Consentir es ceder, soportar, aguantar.
El artículo de A. Marcos, E. Reina y G. Belinchón, publicado por El país hace unos días, en el que sale a la luz el caso de violencia sexual protagonizado por el director Carlos Vermut, está documentado con los testimonios de una estudiante de cine, una trabajadora de una de sus producciones y una empleada del sector cultural. Las tres han declarado cómo los deseos sexuales del director las pusieron en situaciones denigrantes. Y las tres coinciden en que, en su día, ninguna denunció por temor a perder el trabajo o a no ser creída.
Esta caída social de personajes públicos con algún tipo de poder o repercusión social, antes intocables, ya viene ocurriendo en otros países de manera notoria desde 2017. Ahora, con años de retraso, como vaticinaba en los Premios Feroz 2018 Julián López poniendo en tensión a toda la industria del cine con su discurso, y con el camino abierto tras casos como el de Rubiales en el deporte, parece que, por fin, ha despegado el Me too español. Se acabó.
Un sexo libre solo es posible si lo son todos los implicados.Todo lo demás son eufemismos de una cultura que ha normalizado la violencia sexual hacia los cuerpos de las mujeres. Más que consentimiento necesitamos encuentro, deseo y acuerdo mutuos. Y que los cómplices de abusos no lo sean más, que cuenten lo que saben, que destapen, que ventilen. No pidamos a las víctimas hablar, démosles un mundo donde hacerlo no las convierta en señaladas, castigadas o aisladas. Y revisemos nuestras conductas. Cada uno la suya, empecemos por ahí. Preguntemos a nuestra pareja o a nuestros amantes qué podemos hacer para mejorar nuestra relación con la intimidad. El cuerpo es el lenguaje universal, el verdadero esperanto, la esperanza definitiva. Aprendamos a escucharnos. No disfracemos la violencia de placer o el abuso de juego amparándonos en la sordera que delata alegar que la otra persona «no fue lo suficientemente clara», «no sé negó lo suficientemente alto», o «no pataleó lo suficientemente fuerte», más fuerte que su miedo.