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¿Cómo saber si es verdaderamente tu amiga?

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Napoleón Bonaparte solía decir “nunca sabréis quiénes son vuestros amigos hasta que caigáis en desgracia”. Aunque referirme a una desgracia me parece extremo en mis circunstancias, aplicaré esta frase en una versión más suave: “nunca se conoce a nuestros amigos hasta cuando se viven dificultades”

Ejemplos tengo varios, desde la amiga que soportó mis profundos momentos de tristeza después de una ruptura amorosa, pasando por los ángeles que me abrieron las puertas de sus casas cuando lejos de mi país necesitaba un espacio para vivir temporalmente, hasta las amigas que me prestaron su tiempo y paciencia en mis primeros meses como mamá inexperta y con una muy posible depresión post-parto. En su momento, esos amigos me proporcionaron un recinto de calma para respirar y comprender que nada era insuperable, ni ese corazón roto, ni ese bebé que dormía plácidamente pero que mi mente alterada por las hormonas se centraba solo en sus momentos de llanto y demandas.

No puedo presumir de vastas riquezas, pero al igual que Emily Dickinson sí puedo afirmar que “todo mi patrimonio son mis amigos” y una vez más pude agradecer infinitamente su presencia hace solo un par de semanas.

Con la llegada del verano y anhelando viajar después de tanto tiempo de encierro, preparamos nuestras vacaciones. Dado que la estancia fuera de casa sería un tanto larga, pues conjugaría un periodo de trabajo con descanso, decidimos llevar con nosotros a la pequeña perrita que se unió a nuestra familia el año pasado. Viajar al extranjero con una mascota, y más en cabina, requiere de muchos trámites que mi marido, enamorado de la cachorra, se encargó de realizar. Cabe señalar que todas esas formalidades deben realizarse con no más de diez días antes de la salida. Situación que agrega un nivel de estrés a todo viaje.

Con las maletas listas, pasaportes en mano y nuestra perrita en su bolsa llegamos con un tiempo considerable al aeropuerto; los rumores decían que las filas eran demasiado largas y que el tiempo habitual solicitado por las aerolíneas ya no era suficiente para abordar a tiempo. A primera vista los rumores se probaron ciertos y nuestras precauciones no habían estado de más: La afluencia era considerable y las filas no parecían tener un final. 

Mi hijo y yo teníamos ya nuestro pase de abordaje, pero faltaba el de mi marido en cuyo nombre estaba registrada la perrita.  Así que a pesar de haber realizado el check in en línea, nos resignamos a entrar en la cola de espera para recibir ayuda de alguien de la compañía. Una hora después nos acercábamos por fin al mostrador. La chica pidió ver al perro. Todo estaba en regla, vacunas al día, permiso para quitar y volver al territorio, y su peso estaba muy por debajo del máximo autorizado por la compañía. Sin embargo, la chica, sin ni siquiera pedirnos la documentación, determinó que no podía entregarle el pase de abordaje a mi marido porque encontraba que la bolsa en que viajaba nuestra cachorra era muy pequeña.

Ella misma indicó un lugar dentro del aeropuerto donde podríamos comprar una nueva bolsa. Mi marido salió corriendo hacia dicho lugar, mientras mi hijo, a punto de llorar, y yo nos quedábamos en un rincón cuidando del equipaje que aún no habíamos podido registrar. Después de un rato, mi esposo apareció con una bolsa en la mano, pero con un gesto de preocupación: la única que encontró tenía el tamaño requerido, más no era para una mascota. Él sugirió abrir un hueco en un extremo para que la perrita respirara sin problema. Para la persona en el mostrador la propuesta fue absurda y se mantuvo en su posición aun cuando la perrita podía ponerse de pie sin problema en su bolso original gracias al material moldeable con que estaba fabricado; y de que le habíamos explicado que no contábamos con nadie para dejarla. Al ser inmigrantes en otro país, la familia no está a proximidad para salir al rescate en situaciones como estas.

Había otra tienda que vendía bolsos, pero en una terminal diferente a la que nos encontrábamos. Las manecillas del reloj no paraban de avanzar y nosotros no habíamos pasado ni el check-in.  De nuevo mi marido salió corriendo, pero ya evocaba la posibilidad de tener que quedarse para tratar de buscar una solución de guarda. Esto, por supuesto, representaría además de un gasto enorme, la incertidumbre de si le sería posible encontrar un espacio disponible en los días a venir.

Calmé a mi hijo como pude mientras esperábamos el regreso de mi esposo en medio de ese ir y venir de pasajeros. De vez en cuando lanzaba miradas furtivas al reloj en mi muñeca. Mi corazón latía más y más rápido con cada segundo que pasaba. Mis pensamientos estaban a mil por hora evaluando las consecuencias de no poder abordar, cuando de pronto apareció una idea. Al ver llegar a mi marido con las manos vacías y el rostro desencajado, no tuve más dudas y saqué mi teléfono.

La voz al otro lado del auricular sonó tan serena como siempre. En poco tiempo le expliqué la situación en que nos encontrábamos. Después de preguntar si le era posible salir en ese momento hacia el aeropuerto para buscar a nuestra perrita y cuidarla por un mes entero, sus palabras cayeron como un abrazo gigante, de esos que reconfortan todos los dolores: “no te preocupes salgo para allá”, me dijo.

Viajar sin la cachorra fue muy triste. Las despedidas en el aeropuerto, dolorosas, teníamos el sentimiento de estarla abandonando. Pero a pesar de esos momentos de angustia embarcamos sabiendo que nuestra perrita no podía quedar en mejores manos, porque como el dramaturgo español Pedro Calderón de la Barca decía “el parentesco sin sangre, una amistad verdadera”.

Tania Farias

Soñadora empedernida, escritora de alma y corazón.

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