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Carola tenía 10 años cuando su padre le apuntó con un arma

Carola

Carola se despertó por la madrugada, escuchó a lo lejos la música, se restregó sus ojos como si le picaran. En un momento, su vista se acostumbró a la luz de la madrugada, bajó las escaleras de su litera, caminó lentamente hacia la salida de su cuarto y al abrir la puerta, la melodía se intensificó, se escabulló por el umbral, asomó su cabeza primero y vio una imagen que la acompañaría a lo largo de su vida, vio a su padre, postrado en la dura anatomía del sofá de la sala, sus manos danzaban por el aire, guiadas por la música andina un tanto melancólica que había elegido para acompañar su vaso de whisky

La pequeña caminó con dirección al baño, pero mirando de reojo a su padre. En un segundo, él  estiró sus brazos como si fueran fideos, y logró intercederla,  la abrazó con fuerza, ella se dejó llevar, no entendía nada de lo que pasaba. La música, el abrazo y el silencio de su padre, eran mensajes que no lograba a su corta edad, advertir.  

“Nunca había visto llorar a su padre”

Entre lamentos, las manos de su padre mimaban el rostro invadido por una mueca de confusión de su hija. Cuando logró mirarlo a los ojos, vio en ellos una cascada de pesares que caían infinitamente. Nunca había visto llorar a su padre. Vio el dolor de frente, sus lágrimas brotaban sin aviso y surcaban entre sus mejillas, como si fueran lava. Cuando él se dio cuenta que estaba al descubierto, la dejó con suavidad en el suelo, la miró con dulzura y con sus manos gigantes, secó sus lágrimas. La miraba sin mirarla, con esa mirada perdida, como si no hubiera nadie más que él en la sala.  De pronto, sacó un arma que tenía entre los cojines y la puso en la mesa, miró de nuevo a su hija, tomó el arma y le apuntó a su cara.

— ¿Piensas que te podría hacer daño? — le dijo, Carola no contestó, pero no bajó la mirada.

—Nunca te haría daño, primero me lo haría a mí. — se respondió.

Su padre empezó a mirar el arma con más intensidad, miraba fijamente el metal y Carola vio por primera vez el peligro entre sus ojos acuarelados aún por las lágrimas.  

De haber sabido con exactitud lo que pasaba por la mente de su padre, la hubiera embargado la angustia. No entendía la razón, por la que un adulto protector como su padre, se encontrara así, postrado en su sofá, envuelto con una mustia armonía y porque cada vez se palidecía.

Su papá se detuvo, la miró y de nuevo acarició su rostro, seguía llorando, estaba roto. Carola se deslizó y alcanzó el equipo de sonido casero, aplastó algunas teclas y cambió de canción. Sonó Chopin, sonó Nocturne in B-flat minor Op. 9 No. melodía que sin saber protegería a su padre. En ese momento fue su salvación, el rostro de él se suavizó, su armadura se desvaneció, su rostro lo cambió por confusión, como si hubiera despertado de un trance, como si hace unos minutos sabía qué decisión tomar, y ahora, esa decisión le pareciera infame, guardó el arma y miró a su hija enseguida, la miró y pidió perdón en silencio. Carola sintió paz, como si la música que puso la hubiera envuelto en un halo acogedor. Los dos se miraron, se confesaron sin decir palabras. 

Carola no olvida esa madrugada, Carola no olvida nada, no olvida la imagen que decidió acompañarla constantemente, la de su padre en el sofá, antes gobernado por un concierto que lo condenaba, y que luego cambiaría a una canción escrita hace más de cien años, que llegó esa madrugada a sumergirse en las profundidades de su memoria.

Carola ahora le acompañan dos recuerdos, la su padre en el sofá, resistiendo al dolor, y la música entrando como la madrugada por la ventana de sus ojos.

Patricia Tamayo

Ficciona historias reales, cree que a veces es necesario para que la verdad salga a la luz.

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