Cada vez que llora el cielo me acuerdo de un día soleado. Y esto pasó en Madrid.
Madrid. Verano.
Como las calles se derretían y mis ganas de ir a bailar también, hice como el resto de los mortales. Me fui a Sol, huyendo de él, esperando un respiro del aire sudado de las calles en los vagones con su aire no aire.
Metro petado. Como siempre.
Aún así tuve la suerte de poder sentarme, en la frontera del siguiente vagón. No sé si me explico. Vagón, puerta de entrada, giras a la izquierda. Sigues recto, y el último asiento que está pegado a la ventana que te deja cotillear los viajeros del vagón vecino. Pues ahí.
Me llamó la atención una señora con su abanico. Su pulsera cantaba a cada movimiento de muñeca. El primer minuto ok, pero cuando llevas 15 minutos, muerta de calor con las medias puestas, el maillot pegado a la espalda y sientes cada gota de sudor que cae por huecos que ni tú conocías, quieres arrancarle la pulsera.
Durante un buen rato solo podía prestar atención al ruido, sin fijarme en que el metro estaba cada vez más lleno y que un señor en pantalones cortos de deporte me tapaba la vista de la ventana cotilla. No le presté atención hasta que, me di cuenta de que llevaba una bolsa de plástico de color muy similar a su pantalón. Me hizo gracia, qué curioso que un color tan feo se venda.
Pero no acaba aquí la broma. Con el vaivén del metro, el señor se divertía a balancear su bolsa fea.
No me atrevía mucho a mirarle porque literalmente su zapatilla y la mía se besaban.
Y pues maman m’a dit que regarder les gens de travers, bah, c’est pas bien.
El tío se lo pasaba pipa con la bolsa. Y no solo con la bolsa. El muy cerdo nos miraba a todas sin vergüenza alguna mientras se rozaba la bolsa con la polla.
Claro, por eso el pantalón de deporte. Porque así, si se le pone en modo tienda de campaña, pues no se nota tanto, pensé. Y aún así, se notaba.
Pensando en cómo salir de la situación, mire delante de mí. Sudores fríos de lo incómoda que estaba. No sabía dónde meterme. No sabía si quería salir del vagón, ni cuántas paradas me quedaban, ni dónde estaba, ni qué hacer.
Estaba a punto de llorar cuando mi mirada se cruzó con la señora del abanico. Paró en seco. Por un momento ni me acordaba del molesto ruido. Giré la cabeza hacia el del pantalón feo y ella siguió mi recorrido. No sé cuánto tiempo pasó, pero ella reaccionó. Sacó una botellita sudada del bolso y se lo tiró a la cara. Bendita señora.
El del pantalón feo se quedó en shock. La señora empezó a llamarle de todo.
Y una vez más, nadie hizo nada en el metro. La gente miraba, testigos del final de la mejor escena de drama comedia. Mojado por su propia vergüenza, fresquito, le soltaría alguna tontería a la Bendita y salió del vagón.
La Bendita me miró y me dijo : “Niña (yo con veinte y pocos), tú no eres la que tiene que sentirse incómoda. Cuando te pase algo así, si te vuelve a pasar que te volverá a pasar, grita, levántate, vete, que se sienta mal. Y si llevas una botella de agua, ya sabes. Bautiza al pecador con el agua bendita madrileña, que está muy buena.”
Desde entonces, todos los días de mi vida llevo una botella de agua encima.
Chicas, hacedle caso a la Bendita, nada mejor que su agua.