Era crónica de una muerte anunciada, el pasado 5 de mayo comunicaban algunos medios el final de Sálvame, un programa que guste o no, ha marcado un antes y un después en la historia de la televisión.
Mi primera intervención en Mediaset surgió en plena pandemia, así sin quererlo ni buscarlo contactaron conmigo a través de Linkedin, casualmente en el aniversario de la muerte de mi abuela, a la que recuerdo entretenerse cada tarde viendo Sálvame y con la que lloraba de risa cuando me daba su elocuente y sincera opinión sobre los cotilleos del momento.
Y volviendo a la cuestión, no dude en aceptar aquella oferta. Podía unir mis dos pasiones: la comunicación y la grafología.
Sálvame es la compañía de un anciano que se encuentra solo en una residencia, la merienda de una madre que llega cansada del trabajo o el entretenimiento de un adolescente que se encuentra perdido en el instituto. Algunos lo llaman telebasura, pero para mí Sálvame es transparencia, entretenimiento, provocación, improvisación, cachondeo, show y diversión. Un programa que ha enseñado al espectador a poner nombre a la violencia vicaria, a reivindicar los derechos del colectivo LGTBI, a llorar si es necesario y a gritar si te apetece. Son naturalidad y desnudez delante de una cámara.
Estoy y estaré siempre inmensamente agradecida a la productora por darme la oportunidad de trabajar con ellos, por dar visibilidad a la Grafología, por su cariño, profesionalidad y lejos de lo que muchos piensan, gracias por darme libertad para expresar mi opinión.
Quizás 14 años en pantalla era demasiado tiempo para seguir con lo mismo, pero estoy segura de que esto no es un punto y final, es un punto y seguido, porque el espectador añorará la identidad de aquel programa que supo distraernos de las pequeñas batallas a la que en ocasiones nos enfrenta la vida.