Con el resabio de un día no tan bueno, deseando que llegue una noche pacífica, los isquiones toman contacto con el colchón que ya se queja con unos chirridos extraños. Una antesala poco amigable para una humana desahuciada.
El cuerpo apelotonado, se dispone para hacer un recorrido minucioso por toda la cama. En un juego poco claro, con escasas instrucciones, busca desplegar las extremidades para mullir sus partes blandas con un buen zarandeo en el corazón de los silencios.
Los huesos pesan más que las palabras, los músculos se contraen, los pelos enmarañados, se mueven con dificultad, entre las sábanas rústicas y aterciopeladas que se pegan a la piel por la fricción continua, para encontrar una posición que permita conciliar un sueño deseoso y sin pesadillas.
La respiración como herramienta contra la ansiedad de un mañana. Vacilar, girar la cabeza hacia ambos lados, intentar cerrar los ojos con todas las fuerzas, con esas que en verdad no tenemos.
Maldecir una acción, una situación y hasta la propia existencia como si pudiéramos solucionar el mundo con la almohada como jueza mediante.
Mover los deditos de los pies al compás de una música inventada por la mente alborotada que pasa por los recuerdos más miserables y recónditos. Una burla al propio inconsciente que guarda todo bajo seiscientas llaves. Tomando aquellas memorias detonadas, como para encarnar ese papel de víctima que nos sienta tan bien, y en ese mismo momento pedirle al genio de la lámpara que alguien nos rescate como si con nuestro consuelo no bastara.
Abrir los ojos ante un día que nunca terminó, con esa resaca horrible de todos los memorándum de la noche. Despertar ya despiertas, apoyar los pies en el suelo y volver a caer en el pozo de la rutina sin saber diferenciar ficción de realidad.