Siempre fui una niña muy grande. Mi madre cuenta a menudo la anécdota de que el día que yo nací un enfermero se acercó a preguntarle cuánto había pesado la niña y ella, afectada por la anestesia que le administraron para hacerle la cesárea, respondió: más de cuarenta kilos. No pesaba eso entonces –al cuarenta le sobraba el cero– pero no tardé mucho en alcanzar esa cifra.
Hace cinco años, cuando aún iba a la universidad, gané mucho peso. Algo se movió dentro de mí y desestabilizó mis rutinas. Mientras rozaba la depresión con la yema de los dedos, me comía mi ansiedad. Me la metía en la boca y la tragaba sin masticar. Después de pasar por las manos de una psicóloga que me daba golpecitos en las rodillas mientras me hacía revivir mis traumas infantiles, decidí visitar también a una nutricionista. En mi primera consulta le dije que no me preocupaba tanto perder peso como aprender a comer mejor. No le mentía. Sin embargo, tan pronto como la nutricionista marcó en mi ficha mi “peso ideal”, hubo un cambio drástico de prioridades. Me encontraba a treinta kilos de distancia de ese número y cada día que pasaba sin estar un poco más cerca constituía para mí un auténtico fracaso. Con la gran necesidad de aprobación y el perfeccionismo que me caracterizan, en menos de un año alcancé mi objetivo. La nutricionista me felicitaba y achacaba mi pérdida rápida de peso al cambio repentino de una mala alimentación a una saludable. ¿La verdad? Rechazaba planes para evitar comer fuera. Me castigaba a mí misma haciendo deporte más intenso, más tiempo, cada vez que comía carbohidratos. Tenía rabietas, cambios de humor. Pasaba hambre. Pero no tanta hambre como pasé la primera vez que, con trece años, desarrollé mi primer TCA.
“¿De verdad pesas 80 kilos?”
Recuerdo perfectamente el punto de inflexión: el día que empecé a obsesionarme con el número en la pantalla de la báscula. En segundo de ESO fuimos de excursión a un centro de investigación científica en el que nos hicieron pesarnos en una báscula que indicaba el peso en la Tierra, en la Luna, en Marte y no recuerdo si en algún otro cuerpo celeste más. Una compañera vio mi resultado y preguntó incrédula: “¿De verdad pesas 80 kilos?”. Me miró de arriba abajo y prosiguió: “bueno, también es que eres alta”. Un año más tarde asustaba a mi familia al desmayarme en la ducha destrozando la mampara después de haberme saltado varias comidas.
El “peso ideal” no siempre es sinónimo de salud. Controlar el peso constituye para muchas personas un peligro para la salud física y mental. Para mí, desde muy joven, fue sinónimo de Trastorno de Conducta Alimentaria. Aunque yo no lo supiera, ni nadie le pusiera nombre.
El “peso ideal” no ejerce tanta violencia sobre mí porque no sé cuánto de lejos estoy de él
Desde que empezó la pandemia he ido ganando peso, aunque esta vez no sé exactamente cuánto. Motivada por perfiles en redes sociales de psicólogas, nutricionistas, entrenadoras y activistas de todas las tallas (HAES: Health At Every Size), he decidido no volver a pesarme. Después de dos meses sin subirme a una báscula, ya me miro al espejo con menos miedo que antes. El “peso ideal” no ejerce tanta violencia sobre mí porque no sé cuánto de lejos estoy de él. Claro que no todos los días me gusta lo que veo (y eso es normal y está bien), pero celebro que la presión sobre mi peso ha disminuido muy considerablemente. Intento alejarme lo máximo posible de los bombardeos de mensajes tóxicos que nos dictan cómo debe ser un cuerpo bello y saludable y rodearme de mensajes empoderados de cuerpos diferentes y orgullosos, además de cuentas de profesionales de la salud que entienden que somos mucho más que el número que indica la báscula. Cada día, erguida frente al espejo, observo mi cuerpo. Trato de aceptarme tal y como soy. Me concedo todo el mimo que nunca dejé de merecer. Y me recuerdo –porque en el mundo en el que vivimos es demasiado fácil olvidarlo– que el único peso que vale la pena preocuparse por aligerar es el que llevo toda la vida cargando sobre mis hombros.
Que bonito y que duró a la vez. Siempre has sido un ser especial y tú peso en bondad, no hay báscula que lo pese.