Apenas se vieron, cada uno supo que el otro era su hermano.
Tenían idiomas distintos. También lo eran el himno, el escudo, la bandera, sus apellidos y el color que ambos llevaban en la piel.
Sin embargo, los unía algo inenarrable que no comprenderían ni príncipes, ni magos, ni profetas… tal vez sí las abuelas -persistentes y sabias- que hay en toda familia.
Compartían la solidaridad de la palabra. La pasión por dejar, aquí en la tierra, el milagro sereno de la letra escribiendo la paz y la justicia con silenciosas manos voluntarias… protectoras eternas del mañana.