Desde pequeñas y cada vez a edades más tempranas a las mujeres nos enseñan que tenemos que ser atractivas. Crecemos con la idea global de que tenemos un cuerpo imperfecto que necesita ser remodelado. Esta idea está tan grabada en nuestras mentes que ha terminado por convertirse en un mandato generalizado, hasta tal punto que muchas terminamos agotadas ante el intento de cumplir con los estándares de la belleza patriarcal. Es tal el agotamiento que muchas experimentamos que terminamos por desatender todo nuestro crecimiento personal y laboral y, sobre todo, nuestro empoderamiento.
El resultado de esta interiorización en la mayoría de las mujeres (por no decir todas) es la insatisfacción corporal y esto nos genera un gran malestar que termina en tener una “falsa autoestima” no sana, no centrada en la visión que tenemos de nosotras mismas sino de nuestro cuerpo, en cómo el resto de la sociedad nos ve. Todo esto nos genera depresión, ansiedad e incluso trastornos alimentarios.
Nuestros cuerpos se acaban convirtiendo en el centro de nuestras vidas y dedicamos gran parte de nuestro tiempo a mejorar esa insatisfacción corporal. Tratamientos estéticos, intervenciones quirúrgicas, dietas insanas… Una auténtica tiranía del modelo patriarcal que lejos de desaparecer cada vez se va incrementando más. La gran paradoja es que muchas de nosotras nos empoderamos a nivel colectivo en la esfera pública y, sin embargo, nos desempoderamos individualmente con nuestros cuerpos.
El patriarcado, la sexualidad y la división de géneros
Esta insatisfacción corporal de las mujeres ha llevado a construir nuestra sexualidad. Desde el punto de vista histórico, la diferencia de sexos y la desigualdad están estrechamente ligados. Nuestra premisa desde la infancia es nuestra capacidad reproductiva, el establecimiento de la maternidad como principal objetivo, tachando de desviadas a aquellas que no eran madres.
Así, la sexualidad de las mujeres está controlada por el patriarcado, sustentado sobre todo en la subordinación laboral y en la imposición de un modelo de familia tradicional, con la paradoja de que muchas veces somos nosotras mismas las que perpetuamos este modelo que nos perjudica. Aprendemos una sexualidad puesta al servicio de los hombres, a ser pasivas y a fingir orgasmos y convertimos el sexo en un deber para satisfacer a los hombres y no como un disfrute personal.
Las mujeres no solo somos objetos para penetrar, de hecho, nuestra vagina puede convertirse en una auténtica máquina de placer con diversos besos y caricias. Pero, ¿cómo vamos a tener buenas relaciones sexuales si no somos capaces de querernos a nosotras mismas y a nuestro cuerpo? Muchas veces somos nosotras las que justificamos y normalizamos los problemas para alcanzar la excitación e incluso nos callamos y lo encubrimos por temor a decepcionar a nuestra pareja, simplemente por mostrarnos perfectas o porque la educación sexual que predomina nos educa para dar placer y no recibir, ni buscar ayuda.
La moral conservadora se ha implantado de tal forma que predomina la ignorancia acerca de nuestros genitales y del erotismo femenino. Nos encontramos en un mundo lleno de tabúes impuestos en nuestras vidas, donde si alguien habla de sus genitales o de sus experiencias sexuales es tachado y juzgado moralmente por la sociedad. Desde la infancia nos han inculcado que estos temas no se discuten. De ahí el situar el erotismo y el placer masculino como ejes centrales de la sexualidad y que la sociedad justifique que un hombre sea opresivo o se naturalice la dominación sobre el género femenino.
Estamos hartas, ya basta. Nos esclavizan en la crianza y las labores domésticas, vivimos en plena desigualdad laboral, nuestros salarios son más bajos estadísticamente que el de los hombres, nos niegan el derecho al aborto, nos acosan en la calle, corremos el riesgo de ser violadas, no tenemos derecho a decidir sobre nuestros propios cuerpos, sufrimos discriminación y, por si no faltara, nos privan también de nuestro placer sexual.
Somos nosotras las que tenemos que acabar con esta sexualidad complaciente y acceder a una educación sexual que nos permita estar empoderadas y disfrutar del sexo. Debemos aprender a respetar nuestros cuerpos, a no seguir los estándares físicos violentos impuestos por el sistema capitalista. Luchemos contra este sistema que perpetúa estas lacras machistas y patriarcales, pero no solo en la calle, sino también en la cama y en nuestras casas.