Con el pequeño frasco de cápsulas en mi bolso, una vez en el carro afuera del consultorio, se me nubló la vista. Empecé a conducir con las lágrimas cayendo por mis mejillas. Ni el sol en todo su esplendor en ese frío día de primavera canadiense me levantaba el ánimo. Después de recibir los resultados de los análisis, el médico dijo que para él todo le hacía pensar que se trataba de un cuadro de ansiedad, que se estaba convirtiendo en angustia y que probablemente había somatizado muchos de mis trastornos. Me interrogó sobre mis reacciones, mi estado emocional y me preguntó si había sufrido recientemente de alguna situación de ansiedad fuerte. Le conté de mi visita a urgencias después de la vacuna, lo que corroboró más su diagnóstico. Con respeto y comprensión me habló de la vulnerabilidad que en ciertas ocasiones los humanos podemos sentir y que era necesario tratarla cuando ésta se convertía en un problema de salud. Me preguntó si ya había sufrido de manifestaciones de estrés en mi cuerpo de alguna otra manera. Le hablé sobre mis dolores de estómago recurrentes durante mi niñez y adolescencia, sobre una dermatitis en mi juventud y que al parecer ahora se manifestaban con dolores que desde el inicio de la pandemia se habían agravado y que habían alcanzado un nuevo nivel con ataques de ansiedad después de la vacuna.
Cuando el doctor mencionó un medicamento ligero para los nervios, y para relajar mis músculos, sentí una pequeña opresión en el corazón. Es tan fácil y esperado recibir medicina cuando algo no está bien físicamente, pero qué difícil se vuelve cuando la afección es de tipo mental. No niego que me alivió el saber que mi padecimiento no era producto de una enfermedad mortal o grave, pero al mismo tiempo me conmocionó comprender que yo misma fuera la causa de mis males.
A lo largo de todo el año, había escuchado sobre los problemas de salud mental en un gran porcentaje de la población. Rodeada de mi pequeña familia, me creía inmune y muy fuerte ante ese mal. Pero mi situación actual fue un despertar; fue un darme cuenta de mi vulnerabilidad y de que necesitaba ayuda médica y profesional.
Cuando tomé mi primera cápsula, no pude evitar las ganas de llorar por haber llegado hasta este punto. Limpié la lagrimita que se asomaba con la idea de que lo que estaba haciendo era un acto de amor hacia mí misma. Por fin, estaba tomando las cosas en mano.
Woowww me llegó a mi corazón esa lagrimita…