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Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

Tomo prestado para esta reflexión el título del poema que Cesare Pavese escribió a raíz de sufrir un desengaño amoroso con la actriz Constance Dowling, y que vio la luz póstumamente en 1951, un año después de la muerte del escritor por la ingesta de pastillas en la habitación de un hotel en Turín. 

(…)

Para todos tiene la muerte una mirada.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

Será como dejar un vicio,

como mirar en el espejo

asomarse un rostro muerto,

como escuchar un labio cerrado.

Nos hundiremos en el remolino, mudos.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos – Cesare Pavese

Pero lo cojo prestado no para hablar del amor –del desamor, en este caso-, sino para hacerlo de la muerte. Este año, me he embarcado en un reto lector de lo más ambicioso: leer toda la obra completa de Annie Ernaux. No partía de cero, ya había leído varios entre 2023 y 2024, pero tenía ganas de continuar con su historia y, en cierto modo, reconciliarme con la autora. Desde principios de este año, llevo casi dos meses inmersa en exclusiva en la escritura y en las memorias de Ernaux. Prácticamente, no leo otra cosa. 

A veces, acabo angustiada por la historia; otras veces, termino cabreada por el comportamiento ajeno, por las formas, los discursos y los “debes ser” y “debes hacer” de los que se queja la autora; y otras, termino descubriendo cosas nuevas, temas que dan pie a posibles debates que no habían pasado por mi pensamiento o que tenía olvidados. El consumismo brutal al que vivimos sometidos desde hace muchos años, el amor, el desamor, los celos, los padres, la vejez, los recuerdos, la primera relación sexual, las habladurías, la clase social, la ambición –y la falta de ella–, el dinero como sinónimo de estatus, los estudios como vía de escape a la tan ansiada libertad –que escasea, especialmente, en la adolescencia–… Son tantas cosas las que componen al ser humano (sentimientos, recuerdos, experiencias, expectativas no cumplidas, dolor, soledad, abandono…), que es difícil comprender que atesoremos todo ello en un cuerpo tan pequeño y que seamos capaces de condensarlo en palabras y ponerlo por escrito. 

«Un día, ya no quedará nadie para acordarse», dice Annie. «Necesidad de escribir sobre algo vivo, bajo el peligro de lo vivo, no de la tranquilidad que procura la muerte de la gente, devuelta a la inmaterialidad de los seres ficticios. Hacer de la escritura una empresa insostenible. Expiar el poder de escribir –no la facilidad, nadie tiene menos que yo- por el fabulado espanto de las consecuencias». 

Aunque aún me quedan unos cuatro libros para acabar de este “reto”, hay dos que me han tocado especialmente y que me han parecido los más duros de toda su obra por la temática que tratan y la forma de plantearla: Una mujer (1988) y Aún no he salido de mi noche (1997). A pesar de que la autora los publicó con casi diez años de diferencia, ambos abordan una misma cuestión: la vejez y la muerte en la figura de su madre. 

«Esto no es una biografía, ni una novela, naturalmente, quizá algo entre la literatura, la sociología y la historia. Mi madre, nacida en un medio dominado, del que quiso salir, tenía que convertirse en historia, para que yo me sintiera menos sola y falsa en el mundo dominante de las palabras y las ideas al que, según su deseo, me he pasado», escribe Annie en las últimas páginas de Una mujer. 

La autora comenzó a escribir este libro el 20 de abril de 1986, –13 días después de la muerte de su madre–, con la intención de recomponer su vida, contar su historia y comenzar su duelo. Y para ser plenamente consciente de que jamás volvería a existir, que ya no tendría espacio en este mundo. Después del retrato de su padre en El lugar (1983), Una mujer vino a completar y complementar la historia familiar de Ernaux, que se comienza a trazar en Los armarios vacíos (1974) y En lo que ellos dicen o nada (1977), aunque esta vez en la figura materna. Una madre criada en la posguerra, hija de una familia humilde de clase obrera que, desde joven, empezó a labrarse un futuro lejos del campo; que se desvivió por el trabajo, después por su marido y, más tarde, por su hija –aunque tuvo que hacer frente a la pérdida de otra antes del nacimiento de Annie, historia que se cuenta en La otra hija (2011) –. Una mujer fuerte, de carácter firme, imponente ante los demás, que se manejaba como nadie primero en una fábrica y, tiempo después, en su bar-tienda. Una mujer a la que Annie vio como asfixiante durante su adolescencia, preocupada por las apariencias, por la imagen exterior y con un único propósito: que su hija no se acercara a los chicos y no se quedara embarazada. Una mujer que, tras sufrir un atropello, comenzó a sufrir una demencia que acabaría derivando en Alzheimer. Una mujer que empezó a reducirse, a envejecer, a perderse entre sus recuerdos y a no reconocer a su propia hija.

De forma paralela a este relato, comenzó a escribir Aún no he salido de mi noche a modo de diario a finales de 1985 –aunque lo publicó en 1997, no sin antes arrepentirse del retrato que aquí aparecía sobre su madre, ya en las últimas fases de su vida y de su enfermedad, y a quien prefería recordar como se representaba en ‘Una mujer’. A la muerte de su progenitora, en 1986, rompió todo lo que llevaba escrito y comenzó otro relato nuevo, -el que ahora podemos leer bajo este título, una frase que su madre repetía constantemente–, recogiendo los dos años que visitó a su madre en una residencia y relatando de una forma dura y realista su deterioro físico y mental causado por la enfermedad (cambios de humor, arrebatos de violencia, pérdidas de memoria y falta de reconocimiento de las personas y el entorno). También el ver a aquellos que murieron hace tiempo, el permanecer más en el pasado que en un presente que su memoria no procesaba y ya no contemplaba. 

Ante la imposibilidad de que su madre se quedase sola, –que ya era incapaz de cuidarse y comer por sí misma–, Ernaux decidió trasladarla a su casa, hasta que fue consciente de que la convivencia entre ambas era imposible y que ella tampoco disponía de los medios necesarios para su cuidado –además de estar atravesando un divorcio–. El sentimiento de culpa le invadió cuando tomó la decisión de ingresarla en una residencia, donde iba a visitarla una vez por semana. Durante estas visitas, Annie decidió documentar todo lo que sentía y percibía a su alrededor, convirtiéndose en un retrato crudo de la vejez: el olor, la soledad, la demencia, la delgadez, la locura, el abandono de los mayores que no reciben visitas, el trabajo del personal socio-sanitario… Un mundo que cada vez le quedaba más próximo. Este diario le sirvió para llevar el control de la enfermedad de su madre, –a la que cada día encontraba diferente y más consumida–, pero también como un ejercicio de reflexión personal. Con cada visita, comenzó a identificarse con su madre, puesto que era el reflejo de lo que sería su propia vejez. En ese momento, Annie tenía 45 años; su madre, 79. Ahora, la escritora ya cuenta con 84 años. Ha llegado a ese momento e, incluso, ha superado a su madre.

«Satisfacción profunda por ir a ver hoy a mi madre como si fuera a descubrir una gran verdad que me atañe- Cegadora: ella es mi vejez, y siento en mí la amenaza de la degradación de su cuerpo, sus pliegues en las piernas, su cuello arrugado desvelado por el corte de pelo que acaban de hacerle. (…) Acabo de verla, yo todavía soy joven, aún tengo historias de amor. Dentro de diez o quince años, seguiré viviendo y entonces ya seré vieja yo también», confiesa Annie en este diario. 

Después de leer sus palabras y cada una de sus entradas de este diario, me sentí parte de ese día a día, como si yo fuese la autora yendo a visitar a mi madre anciana en una residencia de París. Viendo –y viviendo- de cerca la degradación del físico y del intelecto, de la memoria perdida, de la lejanía de la mirada, del cuerpo inerte sentado en una silla viendo pasar los días como sin saber de su existencia, ese-«mi madre pierde el color. Envejecer es perder el color, hacerse transparente»,y me puse a pensar en la dureza del relato y en la dureza de la vida. En ser consciente del inevitable envejecimiento de los padres, –que derivará en el de nosotros mismos en un futuro–, de la muerte cercana, la pérdida y la posterior convivencia con la inexistencia infinita. 

«Constantemente, me pregunto cómo percibe ahora el mundo. Cuando pienso en lo que ha sido, en sus vestidos rojos, su esplendor, me echo a llorar. Muy a menudo, no pienso en nada, estoy junto a ella, eso es todo. Para mí está, siempre, su voz. Todo reside en la voz. La muerte es, sobre todo, la ausencia de voz», escribe en su diario. 

En su columna semanal en El País, a principios de este mes, Rosa Montero dedicó la suya al fallecimiento del actor y director teatral Juan Margallo, a sus recuerdos de juventud, a la amistad que les unía y al amor que se profesaban su mujer y él, bajo el título de Juan y Petra. Reveladoras son también sus palabras sobre la vejez y la muerte: 

«Pero hay algo que te transporta inevitablemente al pasado, y es el fallecimiento de alguien querido. Envejecer no tiene la menor gracia, pero lo peor es que se te muera la gente cercana y que parte de tu mundo desaparezca, como cuenta Cristina Fernández Cubas en su precioso libro de memorias Cosas que ya no existen. La realidad, en efecto, se va borrando. Observa, por ejemplo, cuántas bajas hay tan sólo en las primeras líneas de este artículo: ya no están ni Juan ni Antonio, y la residencia universitaria San Juan Evangelista se derrumba, abandonada y ruinosa. Se amontonan las ausencias que el tiempo provoca. Digamos que me siento árbol de un bosque que está siendo talado».

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Tenía razón Pavese. Tiene razón Ernaux. Y Montero. Somos vulnerables, tenemos el reflejo de nuestro yo futuro junto delante. Algún día, envejeceremos, seremos cuidadores, y también seremos cuidados, en el mejor de los casos. Y, algún día, nos iremos. Dejaremos de escuchar la voz, y dejarán de escuchar la nuestra. 

«Ella es el tiempo para mí. También me empuja a la muerte. Ya no volveré a oír su voz. Es ella, con sus palabras, sus manos, sus gestos, su manera de reír y de caminar, la que unía a la mujer que soy con la niña que fui. Perdí el último nexo con el mundo del que salí».

Una mujer – Annie Ernaux 

Noelia Blanco Rocamora

Periodista, lectora, escritora, exploradora emocional y víctima de la introspección.

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