Arromanches-les-Bains, Normandía, Francia. Un día cualquiera.
Pudiera ser el atardecer del Día D. A lo lejos, en la playa, los vestigios del puerto artificial de Mulberry, unos inmensos cajones de concreto por donde los aliados desembarcaron provisiones para la invasión de Normandía. Un hervidero de gente colma las callejuelas del pueblo, como tomado por fuerzas extranjeras. Y lo son: fuerzas extranjeras, digo. Son turistas. Y no es 1944, sino 2023. Apuntan sus cámaras fotográficas y llevan sus provisiones en sus bolsas de souvenirs, colman los restaurantes y se toman selfis donde, hace setenta y nueve años se libró una de las más importantes operaciones de guerra en su misión de restaurar la paz.
Me refugio en un pequeño café buscando algo de mi propia paz, alisando mi corazón arrugado. Sobre un café gourmand ―café acompañado de tres tipos de dulces normandos―, hago un balance en mi diario sobre el cementerio que acabo de visitar; uno de cientos de camposantos, como un rosario de fosas comunes, esparcidos por la campiña francesa y convertidos en monumentos para reverenciar el servicio a la paz de los soldados, muchachos de no más de veintidós años, con sus sueños apagados por las balas. Quizás, aquí en este café y sobre estas páginas pueda soltar el peso de lo que acababa de atestiguar. No es lo mismo las cifras de “millones de muertos y heridos” que repiten los guías turísticos en todos los museos de la zona, que la real dimensión de la tragedia y el desguace palpables en las miles de cruces ante mí. Quise correr, pero estaba paralizada. Con ganas de vomitar y de gritar, hice un esfuerzo sobrehumano para adentrarme entre las tumbas y cenotafios; lentamente, leí sus nombres y sus edades en voz alta, y les di gracias por sus cuerpos con la esperanza de que sus almas no fueran olvidadas.
El recuerdo del cementerio, con su silencio y su soledad, choca con el ambiente casi carnavalesco del malecón del pueblo. Garabateo algunas líneas para zafarme de la tristeza sin logro alguno. Salgo del café aun arrastrando el peso de la experiencia y deambulo por las callejuelas. Los turistas ríen y meriendan como tras una batalla ganada. Ajenos. Decenas de tienditas ofrecen los mismos llaveritos de D-Day, las mismas franelas alegóricas a las batallas y hasta réplicas de cascos en plástico para niños (¡!). Las filas para entrar al Museo del Desembarco o a la proyección de la invasión en 360°, son larguísimas. Todo se ofrece con la promesa de la más pura intensidad histórica. Algunas personas salen del museo quizás con el morbo alborotado, pero a otros se les ve la expresión de quien acaba de ser tocado por la crudeza de la Historia. Y es en ellos en los que está el valor de toda esta experiencia: aprender del pasado para no cometer los mismos errores.
Todos estamos de paso por este pueblo, por el museo, por el restaurante. Me incluyo. Pronto regresaré a mi casa en Canadá y todo esto será un recuerdo, pero algo ha cambiado en mí, pues una reflexión me ha abofeteado: aquellas guerras, tan lejanas, no lo son. Son patentes, posibles, agazapadas a la vuelta de la esquina. Y quizás, en un futuro cercano compraremos llaveritos o franelas en Afganistán, Ucrania o Sierra Leone.
Que letras, que mensaje, esplendido mi querida Erika, es sabroso leer tus escritos, llenos de vida y sentimiento. Felicidades y sigue con esa brillante pluma con colores de realidad.
Muchas gracias José. Me honran tus gentiles palabras.
Un abrazoeErika