—Jamás te amé, Walter. Ni a ti ni a nadie. Estoy podrida hasta el alma.
(‘Perdición’, 1944. Billy Wilder)
El estreno de la nueva serie de Netflix ‘El cuerpo en llamas’ ha incendiado las redes. En otro alarde de lucidez estratégica, los de la plataforma han sacado, en paralelo, el documental ‘Las cintas de Rosa Peral’. Así podemos pasar fácilmente de una maratón a otra, de una noche en blanco a otra, y de una pizza a otra: de la cuatro quesos a la peperoni en dos veladas, sin demasiado remordimiento.
El ‘caso de la Guardia Urbana’, ya en su día, agregó bien de combustible a la prensa española, que se alimentó durante meses del jugo de aquel asesinato. Siempre son varios los elementos que hacen de un suceso el king de la crónica negra. En este caso, todos los detalles parecían fruto de un buen guion de ficción: un cuerpo calcinado, implicados dos guardias urbanos, y, lo más importante de todo: una femme fatale en traje policial. Boom.
El 4 de mayo de 2017 se halla en el Pantano de Foix, Barcelona, el cuerpo carbonizado de Pedro Rodríguez, agente de tráfico de la Guardia Urbana. Las pesquisas llevaron rápidamente a dos sospechosos: su pareja Rosa Peral y el amante de esta, Albert López. Un triángulo (que luego se convirtió casi en heptágono) amoroso que fue mostrando, poco a poco, el fascinante perfil psicológico de Rosa.
Según el veredicto, ambos, de común acuerdo, drogaron, asesinaron, metieron en un maletero y quemaron a la víctima. La sentencia, sin embargo, no estuvo exenta de polémica. El estado del cuerpo no permitía indicios claramente probatorios, por lo que la fiscalía tuvo que rebuscar entre elementos secundarios para probar la planificación del crimen. El peso y la validez de estos, quedan a merced del espectador. Para eso tenemos las dos piezas de Netflix (y unos cuantos podcast también).
Fuimos descubriendo, a medida que avanzaba el caso, toda una red de pasión, sexo, celos y adulterio. Y cuando creíamos que lo teníamos todo, aparece otro giro de guion: la pornovenganza. Una historia del pasado, en la que otro ex amante de Rosa, un subinspector, habría filtrado imágenes privadas en las que mantenían relaciones sexuales, con el fin de castigar a Rosa por querer dejarle. Fueron a juicio, pero la autoría de este “no pudo probarse”.
Rosa, desde la cárcel, se queja de muchas cosas. Se queja de que se archivara con tanta facilidad el juicio contra el subinspector, y protesta por cómo se llevó su historia en la prensa española. Se lamenta del linchamiento recibido por la opinión pública, y por el mismo sufrido durante el juicio. Todo entorno a un concepto: sus vaivenes amorosos. Más tiempo empleado en delimitar su vida privada, que en trazar las pruebas concretas. Durante el juicio, a prácticamente cada uno de los testigos, se les fue preguntando si habían mantenido relaciones sentimentales con la acusada. A todos: hombres y mujeres. Lo cierto es que su historial amoroso daba para bastante: se había casado con un tal Rubén, a quien le puso los cuernos con Albert, pero luego se enrolló con Pedro, pero volvió a tontear con Albert, y así, agregando algún etcétera más.
“Si en vez de ser yo una mujer, esto le hubiera pasado a un hombre… no se estaría pensando en las relaciones, intentarían buscar realmente las pruebas”, dice entre rejas.
Los medios se cebaron más con ella que con Albert. De hecho, muy pocos titulares se encontrarán encabezados por él. Todos los focos y todas las críticas acababan en ella y dejaban exento al co-autor del mismo asesinato. Claro, es que el bueno de Albert no suscitaba tanta fascinación. Porque la idea de una mujer joven, guapa y malvada, tiene más tirón que la de un madero celoso con barba. Así que a tope de “femme fatale” en cada titular.
La proliferación del personaje de femme fatale tiene su punto álgido en el cine negro de los años ’40. La mujer, guapa y sexualizada, usa sus encantos para conseguir ambiciosos y maléficos propósitos, que suelen ser pasionales o económicos. Desde Jane Russell en ‘El forajido’, Mary Astor en ‘El halcón maltés’, Rita haciendo de ‘Gilda’, y las magníficas Joan Bennett, Lana Turner, Ava Gardner o Sharon Stone, por mencionar un par.
Tal arquetipo nacería de una cierta misoginia -en especial si entendemos la sociedad de la época-, aunque terminó siendo preludio feminista. Sin embargo, no deja de ser un constructo que expresa el miedo del hombre a la sumisión ante la mujer. El miedo a su libertad y poder. La posibilidad de acabar dominado, poseído, preso. El temor a perder su estatus, el del control, y terminar siendo un sujeto pasivo domado, al borde de la vuelta de tuerca del juego de rol.
Pero esa idea es casi atávica. Desde Eva y su manzana, pasando por las sirenas de Ulisses, y terminando en Cleopatra. La mujer, cuando poderosa, parece ser “demasiado” poderosa. Y junto al poder se critica su sexualidad, en definitiva, su libertad. Y tal conducta ha de ser castigada y señalada, aunque las críticas jamás se virtieran cuando el personaje masculino hacía de bandido mujeriego.
Ecos de aquello subyacen aquí. El relato periodístico de Rosa se construyó entorno al modelo de la mala femmena, una mujer infiel, promiscua, mentirosa y manipuladora. Y la acusación tiró del mismo hilo conductor.
Lejos de exculpar a la implicada, más allá de respaldarla, o menos de justificarla, cabe hacer un pequeño examen de conciencia. Porque olvidamos que lo importante aquí es la víctima, y que los asesinos son dos. No uno, sino dos. Pero estamos en España, sociedad morbosa y puritana. Ninguna mujer debería ser señalada por su conducta sexual. Rosa Peral no se merece ser tratada así. Rosa Peral merece ser tratada por lo que es: una asesina.