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Qué ningún niño tenga que morir para ser visto

Cada vez que oigo la noticia de un suicidio por bullying se me corta la respiración. No es una sensación, es algo real y paralizante. Siento un dolor hondo en el pecho y en el estómago que no se me va en días. Entonces vuelvo a momentos de mi infancia, a palabras hirientes que oígo de nuevo resonar en boca de compañeros, es como un eco, pero yo no los señalo, aunque me pongo del lado de la víctima y la acompaño, me callo. 

El bullying de cerca o de lejos lo hemos vivido todos.

Hoy, además de escribir, soy docente.
Y soy madre.
Y sé que cuando un niño sufre en un aula, es nuestro deber actuar.

Los docentes vemos.
Vemos al alumno que se sienta siempre en el último pupitre, al que nadie elige en los grupos, al que evita el recreo.
Y sí, es nuestra responsabilidad intervenir, frenar, reencuadrar, aliviar.
Yo lo he hecho muchas veces: parar un insulto, cortar una broma que no tiene gracia, transformar la risa en silencio mirando fijamente al monstruo.

El problema es que el sistema detrás no ayuda.
Muchos centros no activan los protocolos de acoso porque, si lo hacen, llega una inspección.
Y una inspección puede significar perder subvenciones, reputación o puntos en los rankings.
Entonces se calla, se disimula, se maquilla.
Porque proteger la imagen del centro es más importante que proteger la vida de un niño.

¿Y sabéis que es lo que mata?
La soledad.
La sensación de que no importas, de que nadie, va a hacer nada, aunque hables.
Esa indiferencia de los adultos es lo que más duele.

Hace unos meses coincidí con la excursión de un colegio a una playa asturiana.

Vi a un niño solo, sentado en una roca con la cabeza entre las manos, apartado de todas las dinámicas y también vi un ataúd dibujado en la arena: Rip Irene. Busqué al profesor para comentarlo y arrojar luz sobre lo que pasaba, pero no lo encontré en toda la mañana. Escribí al Colegio Padre Feijoo de Gijón, varias veces, insistí para recibir una respuesta y la recibí, así de escueta: No nos consta ninguna incidencia en esa salida ni que haya bullying en nuestra escuela. Entonces redacté un artículo, una carta al director del periódico El Comercio. Nada.

Niños y denunciantes, somos invisibles.

Por eso, os digo que no necesitamos más protocolos ni instituciones.
Necesitamos humanidad.
Necesitamos herramientas que de verdad funcionen, como el método finlandés KIVA.


Un programa que enseña al grupo a dejar de reírle las gracias al acosador.
Porque cuando el grupo deja de ser su público, el acosador pierde su poder. Desaparece. 

Eso es lo que necesitamos enseñar: empatía.
A quedarnos cuando alguien lo está pasando mal.

El martes 14 de Octubre volvió a pasar. Mi respiración se cortó y la de toda España.

Sandra se tiró desde la azotea de su bloque.
Tenía quatorce años.
Era guapa, con una sonrisa preciosa y le encantaba el fútbol. 

Correr detrás de la pelota, libre y feliz.

.
No se suicidó porque realmente quisiera morir, sino porque no podía seguir viviendo sintiendo tanto dolor.

A Sandra la insultaban en el colegio.
Le decían “lesbiana” y “gorda”.
Palabras lanzadas como piedras, que hacen grietas.

Y no solo dolía por lo que decían, sino por como callaban en su entorno, en su Colegio sevillano, Las irlandesas de Loreto: las risas, las miradas que giran hacia otro lado, el silencio de los adultos que es como un puñal que se clava.

Muy lejos de Sevilla, en Africa existe una tribu, en la que cuando alguien saluda, dice:

“Te veo.”
Y el otro responde:
“Estoy aquí.”

Y esto precisamente es lo que necesitamos como sociedad: vernos o aprender a vernos.

Porque no somos números ni estadísticas, somos personas con corazón, cuerpo y alma.

Y la vida, aunque es maravillosa a veces duele mucho.

Ojalá algún día podamos mirarnos así, como esa tribu.

Y que ningún niño o niña como Sandra tenga que morir para ser visto.

Virginia Cosme

La mujer que dejó descansar a Cupido

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