A comienzos de 2011 los países árabes de Oriente Medio y del Norte de África vieron cómo sus poblaciones tomaban la calle para protestar frente a los regímenes autoritarios que gobernaban desde hace más de cuarenta años. La llama prendió en un pueblo de Túnez con la inmolación de Mohammed Bouazizi, el gran héroe y verdadero símbolo de esta revolución. El descontento social se extendió como la pólvora por el resto de la zona y dio lugar a una ola revolucionaria aún latente en la actualidad, la Primavera Árabe, un brote democrático que devolvió la esperanza.
El término de Primavera Árabe como metáfora del despertar social pretende explicar el conjunto de movilizaciones sociales, levantamientos o revoluciones que tuvieron lugar en Oriente Medio y el Norte de África desde diciembre del año 2010 hasta junio de 2011.
La Primavera Árabe, desde sus inicios, evoca un ambiente de festividad, de celebración de la llegada de aires nuevos, puros. Sin embargo, esta primavera se terminó marchitando y a día de hoy, doce años después, tan solo uno de los países de todos los que iniciaron la revolución, es democrático.
Los primeros brotes
Es común comenzar el análisis de tales acontecimientos con el recuerdo de cómo empezó todo: el 4 de enero de 2011 a las 11:30 de la mañana, el joven Mohammed Bouazizi, un ingeniero informático de 26 años, en paro, como la mayoría de los jóvenes del país, se inmoló ante un edificio de la gobernación en Sidi Buzid, una pequeña ciudad de Túnez. Su puesto de frutas, su único medio de subsistencia, fue confiscado por la policía de Ben Alí y, en protesta por la humillación que sufrió del régimen, decidió acabar con su vida. Bouazizi ejemplifica como nada el detonante de las protestas. También Egipto, e incluso Libia, tuvieron sus propios mártires, aunque menos conocidos.
Las imágenes de la muerte de estos jóvenes fueron publicadas en grupos de Facebook y esto desató aún más la indignación de la población. En los días posteriores se empezaron a llenar la plaza de la Medina de Túnez, la plaza Tahrir en Egipto, la plaza Verde de Trípoli, etc. Por primera vez, mujeres, hombres, jóvenes y niños, hasta entonces separados, se unieron y llenaron los lugares más importantes de las ciudades. La sociedad se vio claramente identificada con la muerte de estos jóvenes y, en pocas semanas, lograron derrocar a dos dictadores, Ben Alí en Túnez y Hosni Mubarak en Egipto.
No fue en nombre de la religión, ni del pasado por lo que luchaban estos jóvenes sino por la bandera de la libertad, el respeto de los derechos humanos y la dignidad. Por eso, estas revoluciones tuvieron un eco sin precedentes en el mundo árabe y, a tunecinos y egipcios, se empezaron a unir sirios y libios. Así, la pólvora llegó desde Marruecos hasta Omán, todos ellos con las mismas reivindicaciones y consignas.
Sin embargo, la inmolación de Bouazizi no constituye el único elemento que determinó el estallido de las revoluciones. Desde principios de la década del 2000, llegaron ya a los Estados árabes diversas crisis de legitimidad tanto económica, como política e identitaria. Las sociedades árabes se fueron modernizando pero la miseria se propagó y fue marginando a las nuevas generaciones de jóvenes, formados en una sociedad cada vez más globalizada y mundializada.
Todas las reivindicaciones de los manifestantes, desde Túnez hasta Yemen, eran de esperar. La sociedad estaba cansada del sistema que ha prevalecido y aún prevalece en la mayoría de estos países, totalmente fuera de la democracia.
Conjuntamente al autoritarismo y a la falta de libertades, la situación económica y la precariedad en el mundo árabe pueden explicar el por qué de esta revolución. La subida de los precios de los alimentos básicos fue una de las causas del inicio de las protestas. Pero no solo eso, son países con elevados índices de pobreza y hay una concentración o monopolización de la economía en torno a los regímenes que gobiernan, una distribución desigual de la riqueza, alto desempleo y exclusión de jóvenes y mujeres. Por tanto, no es raro que haya sido esta grave situación económica y política la que llevó a la población árabe a ocupar las calles.
Y, por encima de todo, son sociedades donde es difícil separar la fe de la ética cotidiana, las costumbres, la política, la justicia, etc. Todo está relacionado y, por eso, la referencia religiosa tiene un papel tan importante en los comportamientos y las representaciones del mundo árabe.
De la Primavera al Invierno Árabe
En Túnez, el joven Bouazizi tiró la primera piedra. 28 días después de las revueltas, lograron expulsar al régimen represivo y autoritario de Ben Alí, tras 24 años en el poder. Actualmente, siete años después de la llamada Revolución de los Jazmines, Túnez cuenta con una Constitución que limita los poderes del presidente y la justicia ha condenado algunos de los crímenes cometidos por el régimen anterior. Sin embargo, la estabilidad que parecía haber llegado, descansa sobre bases muy endebles. Túnez se encuentra amenazado en la actualidad por serios problemas económicos y, sobre todo, por la llegada del Daesh.
Egipto también logró expulsar de su gobierno al dictador Hosni Mubarak, en el poder desde 1981. No obstante, las revueltas continuaron y el mandato del primer presidente elegido de forma democrática, Mohamed Mursi, apenas duró un año. El caos político derivó en la intervención del Ejército en julio de 2013. Las fuerzas armadas dieron un golpe de Estado y llegó al poder su líder Abdelfatá al Sisi, no menos autoritario que su anterior predecesor. En el Egipto actual, apenas hay más espacio que antes para las libertades individuales, la democracia ha sido eliminada del tablero político y el Daesh está logrando terreno en la zona del Sinaí.
En el caso de Libia, estalló una guerra civil el 15 de febrero de 2011 y, tras meses de combate, se produjo la muerte de Gadafi. Con la llegada del Comité de Transición Nacional (CTN) parecía que iba a cambiar el panorama político. Sin embargo, los combates empeoraron en 2014 y dejaron al país dividido en dos gobiernos que se disputaban el control de Trípoli y Tobruk (Oeste-Este). Actualmente, Libia está dividida en pequeñas ciudades-Estado controladas por milicias e incluso algunas de ellas, controladas por el Daesh. Lo que más preocupa es la incapacidad del país de establecer gobierno y la intervención de otras potencias internacionales.
El cuarto país que destituyó a su líder fue Yemen. Las protestas contra el régimen autoritario de Ali Abdullah Saleh comenzaron en enero de 2011. Tras 33 años en el poder, Saleh se vio obligado a dimitir y, tras unas elecciones, Mansour Hadi llegó al poder. En ese momento, se inició un proceso transitorio con esperanzas de reformas. Esperanzas que acabaron reavivando las tensiones entre hutíes, un grupo armado cuyos miembros profesan el islam chií y los sunís. Saleh se unió a los hutíes hasta obligar a su sucesor Mansour Hadi a buscar refugio en Arabia Saudí a comienzos de 2015. Todas estas tensiones acabaron desembocando en una guerra civil y sumieron al país en una profunda inestabilidad política, económica y militar.
La monarquía de Bahréin tampoco se salvó de las multitudinarias protestas que estallaron el 14 de febrero de 2011. Hamad al Jalifa, el rey suní de Bahrein, sofocó las revueltas con mano de hierro con la ayuda de sus aliados del Consejo de Cooperación del Golfo. Desde entonces, quien se ha atrevido a cuestionar la situación de los derechos humanos en el país ha sido duramente castigado.
En Siria, las protestas que pedían la dimisión del presidente Al Assad comenzaron en marzo de 2011 en el sur del país, concretamente en la ciudad de Deraa, pero rápidamente se extendieron por todo el territorio nacional ante la violenta represión del régimen de Bashar Al Assad. Al mismo tiempo, los rebeldes se fueron agrupando en multitud de grupos enfrentados al régimen, entre ellos, los desertores del Ejército reunidos en el ELS, las milicias kurdas y fuerzas islamistas vinculadas a Al Qaeda. Así el país se vio sumido en una profunda guerra civil con multitud de actores internacionales involucrados y sin visos de que vaya a terminar pronto.
Líbano ha estado ligado al polvorín sirio. Acoge a más de un millón y medio de refugiados y la violencia y el radicalismo han estallado en las ciudades en mitad de una parálisis política y la desintegración de los servicios públicos. Jordania, como su vecino Líbano, se enfrenta a la llegada de más de un millón de refugiados. Sin embargo, la monarquía jordana ganó la batalla de las revoluciones y supo contener a la oposición con el anuncio de modestas reformas.
En cuanto a Irak, aún sufre las consecuencias de la intervención estadounidense de 2003. Si bien, a pesar de que el país ha sido testigo de diversas protestas, sus políticas sectarias y la represión de las revueltas avivaron la llama del Estado Islámico, que hoy controla amplias zonas del país.
En la región del Magreb, el rey Mohammed VI de Marruecos, supo contener las demandas sociales con la introducción de rápidas mejoras y no se vivieron episodios tan violentos como en los otros países árabes. En Argelia, Abdelaziz Buteflika, un presidente de 29 años gravemente enfermo, fue reelegido por cuarta vez en 2014. Una incógnita en un país amenazado por la pobreza y la inestabilidad. En cuanto a las monarquías del Golfo Pérsico, conocieron escasa contestación pero la revolución también se sintió.
Un balance negativo
El hecho de que algunos países lograsen durante las protestas reemplazar a algunos de sus gobernantes no quiere decir que alcanzaran la democratización como ellos esperaban. Años más tarde, el balance no es muy positivo, incluso podemos hablar del fracaso de una revolución social que tenía como objetivos iniciales el avance, progreso y democratización de su sistema. En la mayoría de los países, ha terminado provocando una situación incluso peor que la anterior y muchos de ellos se encuentran hoy sumidos en la inestabilidad e ingobernabilidad.
En el caso de Marruecos y Argelia, las revueltas de la Primavera Árabe se sintieron pero de una forma más moderada que en el resto de países. La monarquía marroquí supo contener adecuadamente las demandas de la sociedad y se anticipó mediante la adopción de medidas rápidas que calmaron a la población. Así, el gobierno marroquí supo aislarse de las revueltas y fortalecer aún más su régimen. Su vecino Argelia siguió un camino similar, quizás por el periodo de relativa bonanza económica en el que se encontraba, pero también por lecciones aprendidas en sus anteriores aventuras democráticas.
Las monarquías del Golfo han respondido de forma similar a Marruecos y Argelia, mediante una combinación de políticas redistributivas y, a la vez, represivas, pero sin reformas políticas, asegurándose así su estabilidad en el gobierno.
En el lado más negativo de la balanza están países como Siria, Libia o Yemen, donde las revueltas acabaron en profundas guerras civiles con multitud de actores involucrados. En el caso de Libia, llegó incluso a intervenir la OTAN a favor de los sublevados, intervención que no contribuyó para nada a mejorar la situación. La ONU tampoco ha conseguido en ninguna de sus negociaciones, a pesar de los esfuerzos, que la población libia forme un gobierno. Estas guerras civiles han traído consigo un problema mucho más grave. Oleadas de refugiados huyen cada día desde el inicio de las revueltas a países vecinos como Jordania, pero también a la UE.
No podemos olvidar que en Egipto, después de Mubarak ha llegado Al-Sisi. No hay guerra pero apenas hay libertades.
Por tanto, podemos contradecir lo que muchos analistas políticos y expertos calificaron como “la cuarta ola de democratización”, de acuerdo a una terminología elaborada por Samuel Huntington, un politólogo estadounidense. Las naciones árabes nacieron como monarquías o dictaduras, por ello, es muy ingenuo pensar que en pocos meses las protestas de egipcios, tunecinos, sitios, yemeníes, etc. se traducirían en nuevos regímenes con una democracia como la occidental. Incluso algunos académicos señalan que el islam es una religión que nunca va a poder ser ligada al concepto de democracia y libertad puesto que, desde su surgimiento, los imperios musulmanes siempre han funcionado de acuerado a la sharia y, en el caso de los árabes, democracia y libertad son valores que chocan con su estructura de relaciones jerárquicas donde la autoridad siempre se ha venido disputando entre dinastías y tribus.
Pero, en la actualidad, la amenaza más grave es el Daesh o Estado Islámico, no solo para los países árabes, es una cuestión que ha ido escalando hasta alcanzar el panorama internacional. Lo que vemos es que, el caos, ha favorecido su llegada. Se han ido infiltrando grupos con una ideología extremista que han encontrado una cantera muy fértil en Libia, en Túnez, en Argelia pero también a nivel de Marruecos o Mauritania. El Estado Islámico ha sido muy hábil entre las capas más bajas de la sociedad, entre los desempleados, los marginados y ha sido capaz de vender a sus seguidores la idea de que no hace falta ir al cielo para ver a Alá, sino que también pueden construir aquí en la tierra una nueva sociedad. Esto, lo que en realidad revela, son los propios monstruos de Occidente. Hemos permitido que vivan personas en Europa que no se han apropiado del legado histórico de los derechos humanos.
En cualquier caso, la Primavera Ábare no ha generado paz, democracia, ni estabilidad, como esperaban sus protagonistas. Tampoco se ha visto que hayan mejorado las condiciones de vida de sus ciudadanos: el desempleo sigue afectando a los más jóvenes, no ha habido mejoras en los servicios, ni en la educación, ni en el acceso a los bienes básicos, ni siquiera han conseguido su objetivo principal, la democracia. Por tanto, lo que ayer considerábamos como ola de democratización hoy lo llamaremos ola de cambio político. No obstante, algunos países si que han comenzado a liberalizar su política y su sociedad pero, en general, la esencia sigue siendo el autoritarismo. A día de hoy, podemos decir que Túnez es el único país democrático.