En un encuentro con unos navegantes, durante nuestro viaje hacia el ser más libre, noble y valiente, mencioné que quería escribir un guion, aunque aún no sabía sobre qué. Entonces, David me hizo una pregunta clave:
¿Qué es lo que más vergüenza te daría que supieran de ti?
Sin pensarlo mucho, respondí rápidamente: “Que no soy una buena persona.”
No entendía por qué dije eso en ese momento, pero sabía que no era casualidad. A partir de ahí, se desató todo lo que había escondido durante años: todo lo que había enterrado porque me aterraba enfrentarlo, todo lo que no estaba preparada para ver.
Mi mayor temor tomó forma: había sido racista. Cuando tenía siete años, vi la serie de televisión Raíces, que cuenta la vida del esclavo gambiano Kunta Kinte, desde su feliz infancia en Juffureh, una aldea de Gambia, hasta su secuestro y venta como esclavo en Norteamérica. Esa serie me marcó profundamente. A pesar de ser una serie muy dura para una niña tan pequeña, no podía dejar de verla. Sentía que necesitaba estar allí con él, haciéndole saber que no estaba solo. En ese momento decidí que debía ir a África, mostrarles a los africanos que no todos los blancos éramos iguales, que yo los quería y que los salvaría.
¡Error!
Años después, me fui a vivir a Gambia. Trabajé en un colegio en una aldea, acompañaba a los enfermos en el hospital, incluso presencié un parto, todo sin que a la mujer que daba a luz se le pidiera permiso para estar allí como espectadora. ¿Os imagináis lo contrario? Que alguien extranjero viniera a tu parto solo porque quiere “vivir la experiencia“. Luego me casé con un chico gambiano y, para conseguir su permiso para venir a España, incluso organicé una huelga de hambre.
Este comportamiento tiene un nombre: el complejo de el salvador blanco. Una actitud que perpetúa el racismo y la opresión bajo una visión paternalista, que minimiza a los africanos y niega su poder, mostrando que los negros aún necesitan ser dirigidos y guiados por los blancos. Mi soberbia era tal que pensaba que podía salvarlos y ayudarlos. Esto también es racismo, esto también es colonialismo, esta vez emocional, y cuando me di cuenta, fue como una explosión en mi cara. No podía negarlo más, y empecé a reconocer más y más cosas.
Desperté a este nuevo reconocimiento. Pregunté, investigué, y aunque admitirlo fue doloroso, te aseguro que negarlo habría sido mucho peor.
Si no lo hubiera reconocido, nunca habría podido cambiar esa actitud tan dañina. Negarlo me habría hecho estancarme y creer que nadie, ni siquiera yo, lo notaría. Sin embargo, aceptar mi error me ha permitido descubrir más sobre mis creencias, necesidades y actitudes, y ser más consciente de mis pensamientos y acciones (aunque eso no significa que no pueda seguir cometiendo errores). Sin este reconocimiento, me habría alejado infinitamente de mí misma. Dar la espalda a esta nueva comprensión no me habría permitido estar a la altura y me habría causado un daño inmenso.
Así que comencé a honrar mi error, un poder que solo se conquistaba si atravesaba hasta el último miedo. Debemos recordar que somos responsables de nuestras elecciones, incluso de nuestros errores. Si nos duele, es porque no nos gusta ser quien somos.
Es posible que en mi niñez haya crecido rodeada de imágenes e historias que moldearon mi cerebro, haciéndome creer que ciertas actitudes eran correctas. Pero no puedo seguir atrapada en mis conflictos de la infancia ni en las decisiones que tomé en ese entonces. Mientras siguiese eligiéndolas, ese error seguiría ahí y definiría quién soy.
Ahora, al haberme responsabilizado y asumido mis errores, mi camino ha sido otro, dejé de huir del conflicto y empecé a reconciliarme conmigo misma. Dejé de ocultar mis errores y comencé a desarrollar una autocrítica sobre mi actitud anterior. Así nació mi nuevo proyecto, ÁFRICA S.A., un cortometraje satírico que denuncia estas conductas y los estereotipos que rodean la realidad africana. Una invitación a la autorreflexión.
