Se habla mucho de los amigos que son familia, los que dan sentido a la vida. El núcleo duro. Ese grupito de incondicionales sin los que cada bache y cada alegría se sentirían un poco más solitaria. Sin embargo, es necesario reivindicar la importancia de los amigos “de afición”.
Quizás denominarlos colegas sería más ajustado, y no por ello le restaríamos importancia a su papel. Es esa pandilla sanota que se ha formado a partir de una inquietud común: los de baile, los del gimnasio, los de cerámica, los de teatro. Puede que en muchos casos desconozcamos si tienen hermanos, su lugar de procedencia o en qué consiste exactamente su trabajo, pero cumplen la misión de disfrutar de la vida juntos.
Aunque no es con ellos con quienes desahogamos nuestras preocupaciones más recurrentes, ayudan a quitarle peso a nuestro día a día. No hay comunicación profunda y constante, pero tampoco maldad. Puede que algún que otro cotilleo, de esos que no hacen daño a nadie.
Los amigos “de afición” se forman de forma natural en la actividad correspondiente, y a su vez son fuente de planes secundarios relacionados con ella: el grupito de pádel que decide apuntarse a un torneo local o los amigos del gimnasio que participan en una de tantas carrera solidarias. Y así, sin darnos cuenta, se va forjando una nueva red que no por superficial es menos imprescindible.
Hay quien dice que hacer nuevos amigos en la gran ciudad a ciertas edades es complicado; otros sugieren que, ante tal oferta de ocio y actividades, quien no amplía su círculo es porque no quiere. Yo considero que es más cuestión de suerte: a veces el grupo fluye fácilmente, otras toca esperar a que los lazos se vayan construyendo y que alguien tome la iniciativa de abrir un grupo de WhatsApp.
Pero indudablemente, merece la pena dar el empujón: ese primer impulso que sentimos al decidir probar algo nuevo durante nuestro tiempo libre. Nunca sabemos quién nos está esperando al otro lado de esa curiosidad.