Entrando a Múnich se me encogió el corazón. Hay un aire denso, cargado, espeso. Lo que hacemos no queda en el pasado, repercute en el hoy. La energía de las atrocidades permanece, hay un remolino de gritos sordos, llantos, angustia, miedo, y también un sonidito, como un pitido, de la victoria. Aún se escucha. Latente. Palpitando.
Hace unos años, no siglos, el sadismo invadió el territorio, y se expandió. Llegó a límites insospechados.
¿Por qué es tan fácil extender el mal para el ser humano? Parece que tenemos una predeterminación innata para hacernos daño. ¿Afán de poder? No sé como llamarlo pero nos vuelve locos, nos trastoca. Éste es un hecho, con millones de consecuencias. ¿Pero cuanto ha habido?
En Argentina también tuvimos la famosa dictadura, o dictaduras, pero recordamos ESA, la que ha derribado familias, ha metido el temor en el cuerpo, y ha esfumado gente. Los desaparecidos. “Son una incógnita, no tienen entidad, no están ni vivos ni muertos”.
Caza de brujas, guerras mundiales, guerras civiles, política, religión… Tenemos un bagaje amplio de excusas para infringir daño, coacción, torturas, corrupción, terror…
Y cansados de decir “nunca más”, seguimos. ¿Por qué? Miles de razones tachadas de “fundamentadas” pero ninguna justifica semejantes locuras.
Somos hijos del mundo, un mundo que se ha convertido de nuestro hogar a lugar inhóspito y casi inhabitable.