Un café con alguien que no te apetece demasiado. Un proyecto que sabes que te va a quemar. Un “no pasa nada” cuando sí pasa. Todas, en algún momento, hemos sido esa chica que dijo “sí” cuando por dentro gritaba “no”.
Nos enseñaron que ser educadas es ceder. Que ser amables es ser complacientes. Que estar disponibles es sinónimo de ser queridas. Y a fuerza de repetirlo, lo convertimos en hábito. Decir que no se volvió un gesto que nos parecía agresivo. Como si poner un límite fuera una falta de respeto, una forma de rebelarnos innecesariamente. Pero nos hemos dado cuenta, quizás demasiado tarde, que es lo contrario.
Todas fuimos esa chica que dijo sí para no molestar
Decir que sí se volvió una respuesta automática. A una propuesta, a un favor, a una cita que no nos apetece. Lo hacemos casi sin pensar. Porque nos educaron para agradar, para no molestar, para ser “fáciles de llevar”. Decir que sí era la forma más rápida de evitar un conflicto.
El problema es que al evitar el conflicto externo, lo instalamos dentro. Cada vez que accedemos a algo que no queremos hacer, lo pagamos con incomodidad, ansiedad o incluso resentimiento. Nos olvidamos de que el “sí” para los demás es el “no” para nosotras mismas. ¿Por qué no empezamos a decirnos “sí” a nosotras? Chicas, es la hora de pasar de ser people-pleasers a ser self-pleasers.
Cuando aprendimos que ser buena era no decir lo que pensábamos
Desde pequeñas se nos educa en ciertos valores, aunque sea de manera indirecta: portarse bien era no interrumpir, no molestar, no hacer “dramas”. En casa, en el cole, en la calle. Las niñas buenas no protestaban. No ponían mala cara. No decían que no.
A eso le sumamos los cuentos, las películas, las canciones de los 90 (what a time to be alive). La chica que espera, que cede, que se adapta. Cuantas más veces repetimos ese rol, más lo asumimos como parte de nuestra identidad. ¿Y si decir que no significaba dejar de ser querida? Así es como muchas crecimos creyendo que poner un límite era ser borde. Que decir lo que necesitamos era egoísta. Que mostrarnos firmes era sinónimo de ser malas.
La trampa de ser la chica buena
Está claro que ser amable es bueno. El problema es cuando se convierte en una obligación. Cuando esa amabilidad nos cuesta energía, salud o dignidad. La trampa está en creer que la única forma de ser queridas es a través de la entrega constante. Que si decimos que no, decepcionamos. Que si ponemos límites, nos rechazan.
¿Y qué ocurre cuando estamos tan ocupadas cuidando a los demás que nos olvidamos de nosotras mismas? Lo que era virtud se convierte en cárcel. Y el precio emocional de sostener todo eso sin rechistar es altísimo.
No pienses que el patrón del “sí” automático solo aparece en grandes decisiones. Está en los pequeños gestos cotidianos y estas micro-renuncias parecen inofensivas, pero se acumulan. La consecuencia es una vida llena de sobrecarga, agotamiento y desconexión de lo que realmente necesitamos o queremos.
Y entonces nos ponemos malas. El cuerpo habla cuando no lo hacemos nosotras. Lo hace con contracturas, con insomnio, con ansiedad. Porque sostener lo insostenible también tiene consecuencias físicas. El cuerpo empieza a resentirse antes de que nosotras seamos conscientes del malestar emocional. Y si no lo escuchamos, grita.
Calladas, bonitas y perfectas: las nuevas formas de ser “la buena”
Las redes nos venden un modelo nuevo de obediencia con estética pulida. Clean girl look, trad wives, minimalismo emocional. La promesa: orden, calma, limpieza. Pero debajo hay silencio, sumisión, contención.
Una clean girl no se enfada. No incomoda. No llora en público. Su vida es una vela encendida y un armario beige. Las trad wives glorifican la entrega y la devoción sin cuestionamiento. ¿De verdad esto es libertad?
La presión por ser una mujer perfecta sigue mutando. Ya no te lo dice tu madre, ahora te lo dice el algoritmo. Pero el mandato es el mismo: sé bella, discreta y dócil. Y que nadie note tu rabia.
Decir “no” no es un acto de rechazo, es un acto de cuidado. Cada vez que te eliges, que priorizas tu bienestar, que escuchas tu cuerpo, estás enseñando al mundo cómo quieres que te traten. Reeducarnos emocionalmente lleva tiempo. Pero cada límite que marcas es una semilla de libertad. Y tú mereces florecer, no marchitarte por sostener lo que no te corresponde.