Comenzó la discusión familiar como todos los días, reproches, críticas, cuestionamientos, hay que dar explicaciones, pero es difícil, sobre todo cuando una ni siquiera sabe lo que siente. O quizás lo sabe, pero lo oculta para evitar problemas. Son tan duros que la represión aplasta hasta dejarte sin respirar.
Me levanté de la mesa y salí. Bajé y caminé hacia Plaza Italia. Entré al ex Zoológico y me senté en un banco con las piernas estiradas y la cara al sol.
A los pocos minutos las piernas comenzaron a moverse solas e hicieron que me pare. Me llevaron hacia la obra “El Eco” de Lola Mora y quedé al frente de ella paralizada. Mi mente se nubló. Miré sus pechos y sentí un deseo fuerte de tocarlos. Los toqué y los acaricié. Mis piernas saltaron y me aferré a la falda de la mujer de mármol. La abracé y la besé con pasión. Mis ojos giraron y mi cabeza perdió la conciencia.
Me vieron algunas personas y con actitud severa me separaron de su cuerpo y me tiraron al piso. Escuché voces distantes y sentí palmadas en mi rostro. No entendía lo que hablaban, tampoco podía abrir los ojos, seguía absorbida por la imagen de la estatua.
Luego de unos minutos llegó una ambulancia. Me hicieron preguntas que no pude responder; no tenía memoria, no sabía mi nombre, ni donde vivía, ni porqué me había pasado eso. Sacaron de mi mochila mi documento y mi teléfono. Fue lo último que vi.
Cuando me desperté percibí que estaba en una clínica. No sé cuánto tiempo había pasado. Una enfermera me desconectaba el suero.
― ¿Cómo te sientes? ―preguntó. No le contesté. No quería hablar.
―Ya hemos llamado a un familiar tuyo, debe estar por llegar. ¿Recuerdas dónde vives?
―En el barrio Belgrano –respondí con voz baja.
― ¿Cómo te llamas? ―seguía insistiendo la enfermera que hablara.
―Tienen mi documento, así que lo saben. ―respondí cabizbaja.
En ese momento entró a la habitación Lara, la ex esposa de mi hermano, se sentó a mi lado y me abrazó.
—Gracias cuñada —le dije.
—Ya no soy tu cuñada —replicó acomodándome el cabello.
Entró un médico y me dio el alta. Lara recogió mi ropa y me ayudó a vestirme.
Recordaba cuando organizó con mis padres mi fiesta de 15 años; íbamos a la misma escuela, yo estaba en tercero y ella en quinto, y ya salía con Julio. Un año más tarde se embarazó y se casaron.
Cuando nació la hija Katy me dispuso ser su madrina, éramos tan unidas que sobrepasaba la relación de cuñadas, nos tratábamos como hermanas, o tal vez nos sentíamos amigas íntimas.
Pasado un tiempo me presentó varios amigos de ella, primos y compañeros de la facultad, pero a mi ninguno me interesaba, mi prioridad era cuidar a Katy y compartir momentos con ella.
En una época algo raro pasaba con Julio, no se llevaban mal, pero se los notaba distantes. Cuando la hija empezó el jardín de infantes se separaron. Yo lloré mucho, me invadía el dolor de dejar de vernos, pero no ocurrió, seguimos juntas y yo continué cuidando a mi ahijada.
Lara no tenía pareja nueva, así que nos veíamos todos los días y en verano nos íbamos a la costa.
Esos eran los conflictos familiares; la protesta de mis padres y mi hermano, porque yo seguía tan apegada a ella que se separó sin dar un motivo. A mí tampoco me dio detalles, solamente confesó que no estaba enamorada de Julio.
Ya vestida me agaché para atarme las zapatillas y cuando levanté la cabeza la observé mirando por la ventana con gesto triste. Agarré la mochila y le dije “vamos”.
Giró la espalda para tomar su bolso de la silla y cuando se irguió mi rostro estaba frente al de ella. Acaricié sus mejillas y la besé suavemente en los labios. Después nos abrazamos con fuerza y más besos apasionados liberaron el deseo reprimido durante tanto tiempo.
Salimos a la calle tomadas de la mano y comenzamos a caminar por Avenida Sarmiento.
― ¿Quieres que tomemos un café? ―preguntó apretándome más fuerte la mano.
―Si ―respondí.
Una sola palabra era suficiente.