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No eres invisible

Imagen creada con IA por agencia Swing28.com

Es un domingo fantástico. La primavera está empezando, y sol calienta desde temprano. El cielo, más azul que de costumbre, no presenta ninguna nube blanca en el horizonte. El pronóstico augura un día espectacular. A pesar de estar levantada desde las cinco y media, no siento cansancio alguno. Las dos tazas de expreso ya llegaron al cerebro para despertarlo. 

Acabo de regresar del parque con mi perrito, Rambo, mi viejito. Un simpático yorkshire de 12 años, el que adora nuestras tranquilas caminatas matinales, oliendo cuanto rasgo de animal hay en el pasto, y las veredas, y atinando a correr las ardillas y los conejos, las que nunca alcanza. Luego de terminar con una limpieza superficial de la casa, ya que los domingos no se han hecho para el trabajo duro, pienso mientras me dirijo a la ducha. 

Las duchas de domingo son especiales. No hay que correr a ninguna parte, te puedes hacer el spa completo de piel y crema para el pelo. Tienes tiempo para afeitarte las piernas, y así lucir mejor las piernas debajo de las bermudas y las polleras en la semana que empieza. Te secas sin prisa, y te das el gusto de untarte de una capa doble de crema hidratante para el cuerpo. Domingo es el día para mimarse. 

Elijo ropa no demasiado pesada, ya que, si aumenta la temperatura por la tarde, entre los “calores” de la menopausia y los esperados 15 grados me voy a derretir.  Un pantalón de lanilla beige, una remera de algodón blanco y un suéter de hilo al tono son los ganadores del día.

Ya fresca, limpia, vestida y lista para disfrutar el día salgo de la casa y a subirme al auto. 

Miro nuestra casa, una construcción de dos plantas, con ladrillos rojizos y unos pocos escalones de piedras grisáceas, una sola entrada de coche en el frente y un techo de tejas negras de las que algún material extraño, completan la foto visual. 

“No somos ricos”, pienso, “pero si hemos trabajado duro para conseguir esta vida sin demasiados altibajos. Nuestra familia cuenta con dos salarios de empleos de tiempo completo, la hipoteca de la casa esta casi saldada, y podemos dormir de noche sin preocupaciones financieras”. 

“Si, somos afortunados” me digo a mi misma en voz baja, seguido por una sonrisa cálida.

Comienzo la manejada al centro, me voy a encontrar con mi hija para disfrutar de un almuerzo de “chicas”. La autopista vacía, como era de esperarse. Los domingos la gente sale mas tarde. 

Al llegar a la entrada del edificio, estaciono el auto en el espacio de visitas, y le texteo a la niña para que baje. Me contesta que recién sale de la ducha y necesita 10 minutos, por lo menos. Ya se lo que eso significa: ´media hora más´.

El edificio se encuentra en un predio que comparte con una farmacia y un supermercado. 

Decido ir a mirar las góndolas de ambos negocios para matar el rato. 

Al llegar a la entrada del super, miro a la derecha, y allí estaba ella. Una mujer diminuta, de mediana edad, sentada en una pila de trapos al borde de la vereda, en compañía de un perro grande y sucio.

Mi primer instinto fue tratar de ignorarla. Hay tantos homeless por las calles, muchos están pagos para mendigar, pienso. 

Pero mi esencia fue más fuerte y decidí acercarme a la mujer.

-¿Cómo te llamas? –  Le pregunto.  Me mira con cara de sorpresa, y me contesta- Michelle.

-¿Cómo estás? Aun anonadada por mi cuestionario inesperado, cierra los ojos, suspira, al abrirlos me mira fijo, y me dice – Bien, mejor dicho, mejor. Ahora estoy mejor. – 

Trato de establecer un contacto con ella, profundo, sincero. Le pregunto qué le paso, por qué está en la calle. Me muestra sus antebrazos con viejas y no tan viejas cicatrices de sus varios intentos de suicidio. Los pliegues de sus brazos con ahora verdosos moretones de las agujas que uso en un pasado no tan lejano. 

Me cuenta de su hija, a la que no ve hace mucho. ¨No me quiere ver más¨ me dice. 

Le confieso que yo también tuve depresión, que también sentí ese ladrillo pesado en el pecho que no te deja respirar, que me levanté por varios meses viendo negro, y al final pude encontrar mi rumbo en la vida. 

Le cuento que empezar a escribir me ayudó a sacar los demonios del alma. Que pude gracias al papel y el lápiz, confrontar mis miedos, y ser honesta conmigo misma. Hasta que encontré mi propósito y pude aceptar ser feliz. 

Su cara se ilumina de agradecimiento y esperanza cuando unos minutos más tarde de esta conversación dura y profunda, vuelvo a su encuentro con un cuaderno y un set de lapiceras que compré en la farmacia. 

La animo a que trate de escribir sus emociones. Que haga dibujitos, lo que sea. Que escupa lo que salga en el papel. Le digo que su historia de dolor puede servirle a alguien como ejemplo de coraje y supervivencia. 

Mi hija finalmente baja y viene a mi encuentro. Le presento a Michelle, y nos despedimos cordialmente, con un sello de cariño imborrable ya soldado entre nosotras. 

Luego de un almuerzo divino con mi hija, y una tarde de risas y complicidad en los secretos, la dejo de regreso a su apartamento, y al irme manejando veo que Michelle ya no está. 

Manejo de vuelta a casa por una autopista ya no tan vacía como en la mañana, y la memoria de la mujer que conocí horas atrás me invade los pensamientos una vez más. Rememoro la conversación con ella en un deseo de que realmente le llegue y pueda ayudarla a confiar en su destino, ser fuerte y salir adelante. 

El recuerdo de su carita dócil, iluminada y casi feliz me invade el corazón, cuando al despedirnos simplemente le dije: ¨No eres invisible¨.

Pilar Miralles

Argentina viviendo en Canadá. Amante de la cultura nacional y porteña de alma.

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