¿Y si la cita más emocionante no fuera con un match de Tinder, sino contigo misma?
La primera vez que tuve una cita conmigo tenía 15 años. Me llevé al Ballet a ver El lago de los cisnes. Me vestí como si fuera Margot Fonteyn en versión adolescente: moño alto, top de encaje crudo, minifalda de vuelo y unos tacones que hoy llamaríamos kittens hills pero que entonces eran mis cuatro centímetros de poder. En el baño, una señora me preguntó si era bailarina. ¡Primer match!
A partir de ahí, no hubo quien me parara: ciclos enteros de Buñuel a Tarkovski en la Filmoteca, comidas en solitario con libro incluido, viajes en tren a Madrid para disfrutar en Arco.
Yo, mi billete y mi entusiasmo que no cabían en el bolso de viaje.
¿Momentos incómodos? Por supuesto. Esa edad en la que quieres que te vean como alguien interesante y especial. Y yo allí, sola en la fila nueve, preguntándome: “¿Qué pensarán de mí sin amigos ni novio?”
Spoiler: nadie pensaba nada, estaban demasiado ocupados con sus palomitas. Y yo, descubriendo que el silencio del cine es infinitamente más placentero cuando no tienes a nadie al lado dispuesto a rematar la historia con un ‘te lo dije’.
Con el tiempo entendí algo: aprender a disfrutar contigo misma es como bailar sola en la cocina. Al principio te notas extraña, luego te entra la risa, y al final no quieres que nadie te saque de la pista.
Y lo mejor es que puedes empezar a cualquier edad. Porque un día, entre cafés para uno y viajes con asiento de ventanilla, descubres lo obvio: la protagonista de tu vida eres tú. Y la relación más larga, fiel y sorprendentemente divertida que jamás tendrás es la que mantienes contigo misma.
Todo lo demás son cameos. Algunos brillantes, otros totalmente prescindibles. Pero la película es tuya.