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Maternidad idealizada: no todo es amor a primera vista

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Cuando mis familiares y amigos más cercanos supieron que estaba embarazada, las felicitaciones y las demostraciones de alegría no tardaron en llegar; como tampoco tardaron, las afirmaciones de que aunque el parto era un momento muy difícil, todo se me olvidaría al ver a mi bebé y tenerlo en mis brazos. Con semejantes palabras de aliento en mi mente, me encaminé en el proceso del embarazo con la firme esperanza de que la relación con ese ser que se formaba en mi vientre sería una bella historia de amor a primera vista. 

Y necesitaba esas palabras, porque el inicio no había sido tan idílico como todos me lo pintaban. Después de una prueba de embarazo casera positiva, visité a mi médico familiar quien confirmó la noticia. Mi respuesta ante el diagnóstico fue tan confusa que incluso el doctor nos preguntó a mi marido y a mí si el bebé estaba en nuestros planes. Mi marido se apresuró a responder que por supuesto; después de cuatro años de matrimonio, un bebé era el mejor regalo. Era evidente que él no podía entender mis lágrimas al salir de la clínica, las cuales estaban lejos de reflejar alegría. Para mí tampoco era fácil explicarlas; por un lado me sentía feliz por esa nueva vida creciendo en mí, pero por otro, no podía evitar sentir una profunda tristeza. Varias razones me causaban ese sentimiento: en el área profesional estaba tan lejos de encontrarme donde deseaba y un bebé haría la tarea aún más difícil, pero sobre todo me moría de miedo. No sabía cómo podía ser una buena madre si no tendría a mi lado a la mía para aconsejarme y decirme que todo estaría bien.

Conforme el embarazo avanzaba, aunque me emocionaba cada vez que lo sentía activarse lanzando pataditas sin cesar en mi interior, el estado en sí no me era grato. La gente no paraba de halagarme por mi linda piel, mi cabello brillante, decirme que me veía radiante, pero mi vientre crecía y crecía, y mis caderas se negaban a moverse con gracia cuando asistía a las clases de baile que tanto amaba y que tuve que parar cuando mi enormidad ya no me dejaba mover sin ponerme en riesgo de algún accidente.

Como todo inicio tiene su final, se llegó el momento del nacimiento. Las cosas no empezaron bien. El plan del parto ideal que me habían pedido crear durante mis cursos profilácticos quedó excluido desde antes de la primera contracción. Se me informó que dadas las circunstancias no podría tener a mi bebé en una piscina llena de agua tibia como lo había idealizado. Sería un parto largo y doloroso. 

Sin embargo, la peor parte fue que el nacimiento de mi bebé no fue el inicio de un gran amor. Algunas complicaciones con la placenta y mi útero que se negaba a contraerse para detener el sangrado, me alejaron del bebé al que solo vi por unos segundos antes de que se lo entregaran a su papá mientras los médicos intentaban varias intervenciones sin resultado. Cuando finalmente lograron sacar mi placenta –para esto ya había sido trasladada a quirófano-  y obligar a que el útero hiciera su trabajo, yo había sufrido de un dolor extremo, pues se me tuvo que practicar una especie de legrado sin los efectos de la anestesia, la cual por razones que los médicos no lograron explicarme, no funcionó. Además había perdido tanta sangre que estuve a nada de ser candidata para una transfusión.

Débil, agotada y con un bebé que no lograba alimentarse con mi leche, me sentía la peor madre del mundo. Los primeros meses los pasé, vagando por las calles de Londres, con el bebé en su carriola, temiendo el instante en que despertaría y que yo no sabría cómo ejercer correctamente “mi nuevo trabajo”. Sin bien disfruté en muchos momentos de su sonrisa y de la suavidad de sus manitas en mi rostro, la mayor parte del tiempo vivía con una opresión en el pecho y el sentimiento de que el mundo se me vendría encima en cualquier instante. Nunca fui formalmente diagnosticada con depresión post parto, pero haciendo una retrospectiva de cómo me sentía durante esos primeros meses, me doy cuenta de que en realidad estaba en depresión y que debí buscar ayuda profesional.

Mi niño creció y ahora tiene ocho años. A veces recuerdo con nostalgia todos los bellos momentos que no disfruté cuando era tan solo un bebé, pero mi único consuelo es saber  que aunque no fue amor a primera vista, por las razones que hayan sido, si es amor y un amor tan profundo y tan puro que solo el  tiempo ha sabido construir y consolidar día con día.

Tania Farias

Soñadora empedernida, escritora de alma y corazón.

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