A principios de noviembre leí una noticia que me dolió más que un puñetazo en la boca del estómago. Como reza el titular, existe una nueva clase de pobres en nuestro país que derriba todas las creencias sobre lo que significa «estar necesitado».
Entiendes que alguien que no puede permitirse pagar la comida de su familia, aunque viva en una habitación dentro de una casa compartida, no tiene trabajo ni estudios suficientes para garantizarse un empleo perdurable.
Pues no, querida, siéntate bien que vamos a abrir juntas los ojos a una realidad de lo más doloroso.
La clase media en España ha descendido casi 20 puntos porcentuales y no, no ha sido en favor de la clase media alta o alta, sino todo lo contrario. Ahora, personas con estudios universitarios y un empleo fijo (que ya no es ninguna garantía) pasan auténticas penurias para subsistir. A veces se trata de decidir si se paga el alquiler o la hipoteca o se llena la despensa. Y el estómago suele salir perdiendo. El miedo a quedarse sin un techo bajo el que cobijarse engrosa las colas para recibir ayudas de ong’s que ya no dan abasto.
Los jóvenes pretenden emanciparse, es ley de vida. La convivencia con los padres puede ser magnífica, pero no puedes hacer lo que tu juventud te pide sin saltarte determinadas normas de convivencia. Y, sin embargo, para muchos llegan los treinta y muchos y se ven obligados a permanecer en el hogar que alimentó su infancia. Sueldos precarios o falta de oportunidades, por qué no decirlo. Las ofertas de trabajo solicitan gente muy joven, con años de experiencia y una formación tan extensa como el prospecto de algunas medicinas; una Biblia, para que nos entendamos. El salario no se corresponde con tamañas exigencias, si llega al mínimo, ya es casi un lujo.
Luego nos quejamos de que España está a la cola de la tasa de natalidad, pero que alguien le explique a esa generación de nuevos pobres cómo es posible procrear sin seguridad laboral ni económica y viviendo en casa de papá y mamá, donde lo normal es que no esté muy bien visto que te instales con tu pareja en la habitación de cortinas rosas, peluches y cama nido que te vio crecer.
En el lado opuesto nos encontramos con los mayores de cuarenta y cinco años. Despojos de la sociedad que no sirven para nada porque ya están mayores. Flipo. Personas cargadas de experiencia y sabiduría emocional que se ven descartados por el mero hecho de no ser un jovenzuelo.
¿Pero no habíamos quedado que a los más júnior los contrataban casi con condiciones de esclavo?
Correcto, pero un madurito no se deja torear. O sí. Si la necesidad aprieta y ahoga, te sometes a lo que te pidan. ¿Que has sido directivo en una multinacional, has liderado proyectos de gran envergadura y llevado a tus equipos hasta la cima? Enhorabuena, pero en tu siguiente puesto serás tratado y pagado como un becario. Y da las gracias.
Me pregunto cómo puede una persona de esta edad lidiar con la vida así. Te denigran en lo profesional y ves que no puedes asumir los gastos más básicos. Trágate la dignidad, paga la hipoteca o el alquiler, la luz y el agua, los libros de texto de tus hijos y ponte a la cola de Cáritas a que te llenen una bolsa del Mercadona con arroz, aceite de girasol, leche y conservas. Eso sí, mantén la sonrisa, tu salud mental es muy importante. Aunque te corten las alas, aunque te digan que ya no sirves. Por mucho que te amenacen con que si no trabajas, no llegarás a cobrar una pensión cuando aún te quedan, en el mejor de los casos, veinte años para cotizar, pero no hay nadie dispuesto a contratarte porque eres demasiado «viejo o vieja».
Nos está quedando una sociedad de lo más discriminatoria y pobre de espíritu.