Cuando era niña, el fascinante juego que nos mantenía entretenidas a mi mejor amiga y a mí, sentadas entre adultos en las cenas de verano, consistía en localizar sobre aquellas bandejitas de acero inoxidable cuáles eran los pimientos de Padrón que, sazonados generosamente con sal gruesa, no picaban. Mientras nosotras, curiosas de todo y expertas en nada, desenmascarábamos, por brillo, forma o color, al enemigo, los mayores, intrépidos y duchos en el arte del saque vacacional a destajo, se lanzaban kamikazes a botellas, copas y fuentes con la anestesia de quien sabe y lo ha probado ya todo.
Mi amiga y yo practicábamos la máxima observación y, para ello, necesitábamos estar despiertas. Muy despiertas. No podíamos perdernos nada. Porque, aunque escuchábamos «¿te ha picado?, ¡qué mala suerte!», ella y yo sabíamos que no era cuestión de azar, que la diferencia entre disfrutar el delicioso sabor de la huerta o que nos quemase la boca estaba precisamente en el detalle que habíamos pasado por alto.
Mantenerse despierto en la infancia es una necesidad para la supervivencia, mantenerse despierto en la adultez requiere de una combinación de olvido y memoria que no es de fácil cultivo. Nos ayudaría, quizá, poder ver el mundo como si fuera la primera y la última vez. Pero, insisto, el terreno es complicado. Habitamos un tiempo en el que, seamos niño o adulto, miramos mucho, observamos poco y no escuchamos prácticamente nada. Sí, oímos y decimos cosas, pero rara vez vemos que la persona que habla se deje calar (calar, ojo, no arrebatar) por quien tiene enfrente. Y, más preocupante si cabe, el oyente casi siempre entiende únicamente lo que necesita escuchar.
Por eso a veces es tan complicado distinguir un embuste de un dato. Por eso y por el cansancio que supone dudar de la palabra de alguien. Confiar es un placer absoluto. Y no hacerlo, en el amor, en la política o en uno mismo, desgasta. Nos desgasta. Como pareja, el que la quiera, como sociedad, porque no hay otra opción que vivir en ella, y también como individuos. Terminamos tan cansados de sospechar de todo que nos volvemos, necesariamente, sordos; «total, ¡todos son iguales!»
Una de las primeras cosas que aprendimos en la escuela de teatro fue que sin el otro no hay escena. Sin sus dudas, sin las dificultades que me ponga, sin sus necesidades, fundamentalmente porque es muy probable que estas se opongan a las mías y es precisamente eso lo que hace avanzar la obra. Si el conflicto no existe, la historia tampoco. Y el espectador, ya no es que se aburra, que eso, como sostiene Byung-Chul Han puede que le venga hasta bien, sino que deja de empatizar con un lado u otro de la historia y, por tanto, deja de interesarle lo que le cuentan. Porque ya nadie habla de él, ya nadie le interpela, ya nadie le ofrece la posibilidad de ser protagonista. Una escena, una historia o un debate, nos interesan en la medida que nos encuentran.
Cuando decidí dejar la prestigiosa arquitectura por la inestable farándula y mis padres insistían en conocer las razones que me llevaron a tomar, a los treinta años, una decisión que cambiaría el rumbo de mi vida, yo trataba de explicarles por qué no era feliz ejerciendo de arquitecta. Entonces sabía que era así pero no podía nombrar con claridad lo que me estaba ocurriendo. Hoy sé que este oficio actoral, este hambre de leer teatro, de ver teatro, de hacer teatro, estas ganas de afinar todas las herramientas a mi alcance para contar historias, no nacieron a mis treinta años, cuando tomé la decisión de cerrar mi estudio de arquitectura y formarme profesionalmente como actriz y dramaturga. Este impulso venía de mucho antes. De cuando tenía aquella curiosidad de todo y experiencia en nada. De la necesidad de crecer y no hacerlo nunca, de aprender sin saberlo todo, de olvidar pero guardar tesoros. De discernir el embuste del dato, de no otorgar a la suerte un poder que me queme la boca. De escuchar, de observar, de no callarme. De dejarme empapar por las lágrimas del otro, de disfrutar que él relama las mías. De saber: quién eres, qué quieres, para qué nuestro encuentro. De no obviarte si de pronto te quiero. De apartarme si me dueles, aunque no entienda la causa. De darme, no solo la oportunidad de que me modifiques, me muevas y me cambies, sino a ti, oyente. Sí, de darme a ti. Porque si has llegado hasta hoy, hasta aquí, hasta mí, son datos y no embuste que tú y yo nos hemos encontrado, que no es mala esa que llaman suerte y que, confiemos, no todos somos iguales.