Acabo de terminar Ariadna, de Jennifer Saint, y aún estoy digiriendo muchas cosas. Agradezco profundamente que más autoras se estén atreviendo a reescribir los mitos clásicos desde una perspectiva femenina, dándonos la oportunidad de escuchar voces que históricamente han sido silenciadas y que siguen resonando hoy. Es curioso —y frustrante— como tantas historias de “héroes” no serían posibles sin una mujer en segundo plano: una madre, una amante, una hermana, una víctima. Pero rara vez una heroína.
Ariadna no solo me ha removido por su belleza literaria, sino por la reflexión que arrastra: ¿cuántas veces somos las mujeres daños colaterales de decisiones tomadas por otros? En la mitología griega, la injusticia contra las mujeres es una constante. Medusa es violada por Poseidón en el templo de Atenea y, en lugar de castigar al agresor, es ella quien recibe la condena. Convertida en monstruo no por lo que hizo, sino por lo que le hicieron. Pasífae, madre del Minotauro, es castigada por los pecados de su esposo. Ariadna es manipulada por Teseo para escapar del laberinto y finalmente abandonada en una isla a su suerte. Fedra, su hermana, sufre una historia aún más cruel.
El mito de Helena de Troya no es diferente. Durante siglos se ha repetido que fue raptada por Paris por ser “la más bella del mundo”, desatando una guerra. Pero en relatos más contemporáneos, como La canción de Aquiles, Helena tiene agencia: elige irse con quien la trata como persona y no como adorno. Pero claro, cuando una mujer decide irse, es un rapto; cuando un hombre abandona a su familia veinte años como Odiseo, es una epopeya. Nadie se pregunta qué pasó con Ítaca durante su ausencia, qué hizo Penélope más allá de esperar y tejer.
Estas reinterpretaciones femeninas no solo reescriben la historia, sino que evidencian una violencia estructural que no pertenece solo al pasado. En cada una de estas narraciones vemos una constante: las mujeres son castigadas por ser deseadas, por tomar decisiones, por vivir. Y esta opresión simbólica sigue presente hoy. La vemos cuando se nos niega el acceso a la educación, cuando se recortan nuestros derechos, cuando se nos silencia en el debate político o mediático.
Basta con mirar cómo actúan muchos gobiernos: lo primero que se viola con cada cambio de poder autoritario no es solo la libertad de expresión, sino la educación, la sanidad pública y los derechos reproductivos. En demasiados países aún se impide a las niñas ir a la escuela. En otros tantos, se discute si las mujeres pueden decidir sobre sus propios cuerpos. Y mientras tanto, el foco sigue estando en los discursos de los grandes hombres, como si las consecuencias de sus decisiones no cayeran, una vez más, sobre nosotras.
Por eso estos retellings son tan valiosos: no porque alteren el mito, sino porque nos obligan a mirarlo desde otro lugar. Uno donde la pregunta ya no es solo qué les pasó a ellas, sino por qué nos sigue pasando lo mismo. El mito enseña, pero también condiciona. Y hasta que no cambiemos el relato, el final de muchas historias seguirá escrito de antemano.