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Reinicio constante en el contador de la violencia machista

“Una mujer ha sido asesinada presuntamente por su marido el pasado fin de semana en Egea de los Caballeros”; “Seis asesinatos machistas en menos de 24 horas ¿qué falla en el sistema de protección?”; “Un hombre agrede sexualmente a una mujer inconsciente en Alicante”; “Asfixiada y arrojada a una cuneta: otra mujer asesinada en Andalucía y todo apunta al cuarto caso de violencia machista en 7 días”. 

A menudo, despertamos con noticias de este tipo, noticias que, cierran el telediario y no ocupan portadas. Noticias tratadas como sucesos aislados, cuya única repercusión es subir un número más en el contador de la violencia machista, que, por cierto, cada inicio de año se pone a cero. 

Conviene recordar que, pese a que lo que no se dice o no se muestra acaba por dejar de existir, apremia la necesidad de contar determinados hechos, dolorosamente recurrentes, de otro modo. Resultaría complicado olvidar cualquier otro lance que, desde 2003, se hubiera cobrado la vida de más de 1000 personas (fecha desde la que se hace, de manera oficial, recuento de mujeres asesinadas por violencia de género). ¿Tenemos congelada como sociedad la naturaleza tripartita del alma que afirmaba Platón? 

Como animales con autoconciencia que somos, el alma racional debería, en última instancia, servir de guía a nuestras pasiones y sufrimientos, levantar la ira y la compasión, despertar la parte concupiscible, provocar que el estómago se vierta sobre lo que debe ser. Si aun así esto no resultara suficiente, el ser humano, a ojos de Platón, con su alma irascible ubicada en el pecho, cual soldado que controla el miedo y cuya virtud es la fortaleza, debiera, en equilibrio con las anteriores, instar a mantener el orden social y salvaguardar la paz como propiedad común. Sin embargo, en ningún caso, estas cifras y la crueldad detrás de la mismas, parece responder a la idea del bien. ¿Cómo es posible que nadie se pregunte por el porqué de esta violencia?

Nuestro cuerpo parece estar habituado a estas noticias, también a guerras que se suceden cerca o lejos de nuestro entorno; ahora incluso resulta irrelevante cuán afines seamos a sus sociedades. El individualismo, victorioso, ha conquistado nuestros corazones y también nos ha mermado la capacidad de ver la paja en el ojo ajeno. Se nos presenta una sociedad polarizada que resta a la posibilidad de una convivencia política e impide el acuerdo básico para los derechos.  El asesinato de las mujeres, su violación, las agresiones físicas o sexuales que se ejercen contra ellas, incluso su cosificación y sexualización constante en los medios y redes, no son más que una de estas noticias, una “simple” crónica que, a pesar de ser reiterada, no nos hace temblar o desvelarnos; en definitiva, no nos impide continuar. ¿Estamos asistiendo a una saprofitación de la sociedad? ¿cuáles son los organismos que se nutren de la descomposición del alma humana?

Cuando era pequeña crecí pensando en ese príncipe que vendría a salvarme. Lo esperé durante días, años diría yo, sin apenas consciencia de la fugacidad del tiempo, de mi tiempo; también fui Blancanieves durante otros tantos; a veces aún lo soy. Crecí pensando que yo cambiaría a la bestia, sí, yo; yo sería esa mujer, esa chica noble y delicada capaz de convertir en príncipe al más horrible de los monstruos, en nombre de mi falsa libertad y, aunque mi libertad dependiera de ello, qué paradoja. En muchas ocasiones, también fui esa bonita sirena capaz de dejar mi vida, mi propio océano por amor o, recientemente, he sido esa inmortal capaz de abandonar la infinitud para vivir un amor mortal disfrazado de eternidad, otra paradoja. Con 17 años, mientras estudiaba el bachillerato de humanidades, fascinada con la mitología griega, asumí que por más inteligente que una mujer fuera, véase Atenea, diosa de la inteligencia y la guerra, el verdadero valor residía en la belleza. También entendí que esa belleza no estaría definida por mis parámetros, sino por la mirada masculina. Paris, hijo del rey de Troya, inoculó en mí, con mucho éxito, esa omnipresente mirada. Hoy, Paris sigue más vigente que nunca (qué buen trabajo hizo Homero). Reside en cualquier casa, por más pobre que esta sea, también en los medios de comunicación, en la publicidad, en las fotografías de guerra, en la calle, en el piropo que no solicitas, pero apena fuertemente a quien lo expide, ávido de tu “consentimiento” para ofrecerlo sin impunidad y con toda la libertad de “siempre”. Difícil escapar a esta mirada.

Amor eterno, el amor todo lo puede, quien bien te quiere te hará llorar, el amor es sacrificio, las mujeres estamos aquí para esperar, a veces también para aguantar y, por supuesto, en exclusiva para cuidar… así he crecido y aquí está la clave. El mundo que hay afuera, el que nos espera con ansia para vestirnos de azul o de rosa, nos atrapa incluso antes de salir del vientre materno, nos condiciona y nos dice cómo debemos ser para ser aceptadas y no saltarnos el guion que nos tiene preparado: las mujeres débiles y cuidadoras, y calladitas que estamos más guapas; las chicas bonitas para que el hombre las pueda contemplar. Los hombres, en cambio, mejor fuertes y valientes, sin expresar un ápice de emocionalidad para no dudar así de su orientación sexual, pero eso sí, en su jaula de oro, con dificultades, pero con los suficientes privilegios que la vida les otorga por el mero hecho de ser hombres para tener una vida buena y valiosa.

Desde que nací, todo mi entorno me ayudó a saber lo que se esperaba de mí, y lo aprendí, vaya si lo aprendí. Siempre supe que las profesiones reservadas para mí tenían que ver con los cuidados, con ayudar al prójimo, con enseñar… También aprendí muy pronto a compartir, a sentarme bien en la mesa, a no gritar, a que no hablaran mal de mí, y para eso lo mejor era no vivir. En definitiva, a ser buena y digna de un hombre que más que un hombre era una naranja, bueno, media, porque la otra media debía ser yo y, claro, debía conservar los gramos de jugo suficientes para ser apta y convertirme, “gracias a él”, en una naranja entera (se nos vendió que ambos sexos éramos medias naranjas, pero diría que esto ha sido válido solo para las mujeres y que así se nos ha transferido simbólicamente a través de la cultura).

Todo a mi alrededor me hacía sentir que, sin él, estaba incompleta, así que, de nuevo, a esperar sin derramar ni una sola gota de mi jugo. Desde bien pequeñita lo aprendí bien. Por fin encontré a esa media naranja y, según tenía entendido, ese era el fin, el éxtasis, la meta de mi vida como mujer, el sentido de ser. A partir de ahí, nunca volvería a tener miedo, ni a llorar; sería plenamente feliz ¿no? Pronto descubrí que no estaba completa y que el tiempo que aguardé pacientemente sin saltarme las normas había sido un tiempo perdido, un tiempo sufrido (recientemente he concluido que estoy en números rojos en cuanto a mi propio tiempo, pero de nuevo, “paradójicamente”, diría que son los hombres “buenos” de mi vida, mi hermano, mi padre, mis amigos…los que me deben ese tiempo. Además, puedo afirmar que los hombres “menos buenos de mi vida”, me deben no solo tiempo sino salud y todo el dinero invertido para intentar recuperarla).

Aun así, por inercia y porque no sabía hacer otra cosa (estaba bien programada social y culturalmente para ello), comencé a subir los nuevos peldaños que la vida me tenía preparados, a mí y a otras muchas hermanas. El primer escalón me llevó a comprarme un pantalón vaquero y desechar una bonita falda que guardaba en el armario desde los 15 años. El segundo me instó a pensar que mis amigas no me convenían. El tercero me hizo ver que mi familia no me daba suficiente libertad y que era mejor continuar sola (debilitada). El cuarto me llevó a dejar el trabajo por amor, y así el quinto, el sexto, el séptimo… todos restaron.

El último escalón me quitó la vida. Mi nombre es Virginia y soy una de esas mujeres con las que ha cerrado el telediario esta semana. No soy más que una noticia, un número en ese contador y, además, me queda menos de un año de vigencia. En unos meses, ese contador volverá a estar a cero y yo dejaré de existir para siempre.

Puede que no os sintáis identificadas con la noticia de mi asesinato, es difícil vincular con ello, pero quizá vosotras también os identificáis con Bella o Atenea y habéis comenzado a subir esa escalera. 

Mi particular homenaje a las mujeres asesinadas en lo que va de año y en este recién comenzado verano. Resulta necesario generar alianzas entre hombres y mujeres en un mundo cada vez más polarizado. Desbloquear resistencias y acercar posturas. Todo ello, sin olvidarnos de las víctimas.

Natalia Ruiz

Profesora de Servicios a la Comunidad, trabajadora social y periodista. Amante de lo sencillo

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