Vivir con alta sensibilidad
es sentir que el mundo te atraviesa,
como si no tuvieras piel,
como si todo—lo bueno, lo malo, lo bello, lo injusto—
te rozara directamente el alma.
Es llorar sin saber por qué,
porque una canción, un gesto,
una grieta en la pared o una palabra mal dicha
te tocó algo tan dentro,
que ya no supiste cómo sostenerlo.
Es notar cuando alguien calla algo,
cuando finge estar bien,
cuando el aire cambia en una habitación,
cuando la energía se vuelve pesada…
aunque nadie más lo vea.
Es cansarse del ruido,
del mundo que corre sin parar,
de la prisa, de lo superficial,
de las conversaciones sin alma.
Ser PAS es vivir en una constante danza interna:
entre querer darlo todo
y necesitar esconderse,
entre amar profundamente
y agotarte por sentir tanto.
Es necesitar soledad como el aire,
y al mismo tiempo
sufrir por sentirte incomprendida.
Es crecer pensando que hay algo mal en ti,
que eres “demasiado”:
demasiado intensa,
demasiado emocional,
demasiado frágil,
demasiado sensible para este mundo.
Pero un día entiendes.
Y algo dentro se enciende.
Entiendes que no estás rota,
que tu sensibilidad no es una falla,
es una forma sagrada de percibir la vida.
Ser PAS es tener un corazón con ventanas abiertas.
Por ahí entra la luz,
pero también el viento, la tormenta,
el perfume de las flores
y el llanto de quienes ya no pueden llorar.
Es una bendición que a veces se disfraza de carga.
Un don que te pide pausas, límites,
pero también te regala profundidad, empatía,
una belleza que otros no alcanzan a ver.
Porque tú ves lo invisible.
Escuchas lo que no se dice.
Amas con una intensidad que cura.
Y sientes… como si fueras vida misma.
Así es vivir siendo PAS.
Un arte.
Una lucha.
Una flor que crece en medio del ruido,
pero que sigue eligiendo abrirse…
porque sabe que, incluso en un mundo hostil,
sentir profundamente
sigue siendo
un acto de amor.