No hay ninguna palabra, idioma o lenguaje, que consiga expresar aquello que el humano realiza por el medio de la creación artística. El lenguaje artístico es distinto al que utilizamos en el día a día, y, por tanto, no se basa en una comprensión racional de aquello que se quiere transmitir, si no en una contemplación por parte de un observador, el cual le da significado. Contemplar va más allá de mirar y observar. Tiene que ver con una intencionalidad de dejarse sorprender, de ofrecer los cinco sentidos a un cuadro, una canción, un metraje, fotografía, obra teatral, performance, o cualquier otra experiencia que oscile entre estas.
Cuando observo cualquier creación, pienso mucho en la línea extremadamente fina que separa aquello que el autor quiere contar, de aquello que yo interpreto y resignifico. Sin embargo, esta comunicación entre artista y espectador tiene un punto de unión, que permite el propio acto de creación: el producto artístico. Es la obra quien verdaderamente habla por el artista, y es también la obra, quien recibe el significado del espectador. Como construcción mutua, y también como experiencia comunicativa e interpersonal, la contemplación de una obra es una forma de entremezclarse con experiencias de otros, y compartirlas. Hay algo único y conmovedor del contacto con cualquier expresión artística y es que se fusionan experiencias: hay una especia de tránsito entre lo que uno siente y crea, y aquello que el otro percibe y que va más allá de un conocimiento o contemplación racional de la obra.
En teatro, dicha experiencia se conoce como catarsis. Es el proceso por el cual, el espectador queda inmerso en la obra hasta tal punto que la hace propia, y le ofrece sus emociones, miedos, su pasión y vulnerabilidad. En la Grecia antigua, (κάθαρσις kátharsis) refería a la purificación, un proceso en el cual hay una liberación y por lo tanto, transformación. El contacto artístico es transformador per se en tanto que la experiencia, ese primer contacto y adentramiento en la obra necesita del espectador para ser y el espectador se ofrece a ser espejo interpretativo de lo artístico de manera subjetiva.
Freud también concibió la catarsis en términos psicoanalíticos cuando propuso que la única cura de la histeria sería una catarsis mediante hipnosis. Más tarde, reparó en la idea de que la verdadera catarsis estaba latente en el diálogo entre paciente y psicoanalista. Era la palabra aquello que sanaba y purificaba.
El producto artístico a su vez es carente de palabra, pero dialógico por naturaleza: se necesita un tú que reciba lo que yo he creado. No hay teatro sin espectador, ni música sin oyente, poesía sin lector que pueda conformarse completamente como producto artístico. La construcción artística sin un público no es conocida hasta la fecha. El artista, y el producto necesitan ser reconocidos por un público y por ello la expresión artística comunica: porque alguien lo recibe. Siri Hustvedt, en La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres establece que: “el artista y el espectador de arte se relacionan con la obra a través de formas de conexión simpática”, esto es, casi de manera no controlada e imitativa.
El arte es naturalmente dialógico, pero no maneja un lenguaje racional. Comunica más que aquello que conscientemente conceptualizamos. Incluso la neurociencia ha demostrado esta reflectividad humana en el movimiento, la sensación y la emoción de carácter vicario. Resulta que, en la contemplación de la otra persona, en cualquiera de sus expresiones (entre ellas, la artística) se participa en ese hacer o sentir de forma automática y subliminal. Nuestro cuerpo nos capacita para llevar a cabo una comprensión implícita de lo que ocurre al otro lado de nuestro yo.
El historiador de arte David Freedberg y el neurocientífico Vittorio Gallese han hablado acerca de la empatía corporal en la contemplación del arte, y afirman que la experiencia previa y somática intensifica y es crucial en nuestra respuesta frente al producto artístico: cuando he vivido lo que el artista cuenta, resueno de una forma más intensa frente dicha expresión. La frontera entre tú y el yo se difumina o mejor dicho, se reafirma al vincular tú experiencia con la mía.
El aspecto más intrigante de la contemplación artística y quizá, el más desconocido, es el hecho de que es corpórea: como sujetos sensibles, nos empapamos sensorialmente de aquello que observamos. Adam Smith, en su libro La teoría de los sentimientos morales lo expresa así:
“Las personas sensibles y de constitución débil se quejan de que, al contemplar las llagas y úlceras que exhiben los mendigos en las calles, son propensas a sentir una comezón o incomodidad en los lugares correspondientes de su cuerpo”
Quizás, lo que Adam Smith quiso expresar es que la sensibilidad y vulnerabilidad son herramientas de unión con el otro, en potencia. En una sociedad anestesiada y apática, aquellos que son sensibles y se muestran vulnerables, son débiles o incluso trastornados. En el ámbito artístico, sensibilidad y vulnerabilidad son regalos. Todos hemos sentido ese escalofrío en los puntos álgidos de una canción, la emoción de un espectáculo en vivo, la desazón de un poema de amor, una conmoción inexplicable al estar inmersos en una película; una ficción que hacemos nuestra y que, por ello mismo, prestamos nuestro cuerpo a experimentar las emociones. La experiencia artística contiene un significado subjetivo, pero lo mágico de ello es que nos apropiamos del producto artístico para hacerlo subjetivo y para ello, ha de haber sensibilidad. Según Hustvedt “cuando contemplamos una obra de arte siempre estamos recordando, aunque no seamos conscientes de los recuerdos determinantes que hacen posible nuestra visión, y estamos proyectando desde ese pasado hacia un presente y un futuro ampliados”. La contemplación también es un acto creativo y a la vez conmemorativo, de memorias pasadas, tanto del artista como del espectador, que son evocadas a través de la propia obra y que pueden sentirse en el propio cuerpo. Hay una memoria sensorial en la contemplación de arte, que es única y tremendamente sincera y que reúne todas las verdades vividas en formas de sensación permitiendo sentir la contemplación. El psicólogo Phillippe Rochat, habló acerca de la fusión sensorial en las etapas tempranas del desarrollo y postuló que la fusión sensorial temprana es una forma de competencia, esto es, una capacidad, puesto que es importante para que el bebé adquiera significados afectivos que son esenciales para la experiencia subjetiva. Sensibilidad y subjetividad van de la mano, junto con la contemplación del producto artístico. Todo ello es corpóreo. Susan Langer desarrolla una idea similar, mucho más elaborada y profunda: “Los ritmos de la vida, orgánicos, emocionales, mentales […] no son simplemente periódicos, sino infinitamente complejos y sensibles a todo tipo de influencia. Todos juntos componen el patrón dinámico de la sensación. Sólo en este patrón pueden presentarse las formas simbólicas no discursivas, y ése es el propósito de la construcción artística.”
El arte es sin duda, un lenguaje no discursivo y simbólico y es por ello, que es tan visceral, ilimitado e inherentemente verdadero. Conecta sensaciones de dos cuerpos -físicos, emocionales y sensibles- de un yo y un otro a partir de una misma experiencia. El producto artístico y su contemplación puede que sea, la única articulación humana de la verdad.
Hace unos meses me senté en el diván de la consulta, frente a mi psicoterapeuta. Después de unos minutos de sesión, mi terapeuta me propuso llevar a cabo una forma distinta de relatar lo que sentía y que, hasta ese momento, expresaba con palabras. Me ofreció una hoja en blanco y unas pinturas. Acto seguido, me pidió que dibujara: no eran necesarias las figuras estipuladas, ni símbolos correctos o mensajes explícitos. Todo era válido. Abstracto o figurativo, descriptivo o sugerente, vacío o repleto… sólo debía plasmar aquello que yo sintiera que debía plasmar.
Después de defenderme frente a un juicio imaginario y catastrófico expresando que “yo dibujo bastante mal”, empecé a elegir las pinturas. Primero escogí los colores que me resultaban más llamativos. Después, aquellos que sentía necesarios. Elegí las formas que en ese momento me parecían más naturales y oportunas al dibujar. La consulta era un lugar seguro, libre de juicios y la ausencia de juicios siempre potencia la creatividad. Seguí dibujando, sin pensar mucho en aquello que quedaba reflejado en la hoja. No me llevó mucho tiempo.
Al terminar, intenté explicar a mi terapeuta de qué se trataba. Cuando comencé a ponerle palabras, aquello que había dibujado sin aparente motivo, cobró sentido: comencé a unir las distintas figuras, otorgándoles significado e interpretándolas. Comencé una narración. Sin embargo, la historia fue creada antes de poder verbalizarla. Mientras mi terapeuta observaba el papel, me di cuenta que él era capaz de observar una narración mucho más global de lo que yo, por alguna razón desconocida, había dibujado. En ese momento entendí que en los garabatos de colores de aquel papel había una proyección absolutamente genuina de mí misma. Un relato personal intrínseco, que yo misma había plasmado y que otro observaba con asombro. Nada era causal en aquellos garabatos.
Mi dibujo no era una obra artística, pero contenía una sublimación necesaria en el mundo del arte: de algún modo, sí era un producto artístico, y lo más importante: aquellos trazos referían a una historia profunda y personal. En el apartado anterior describí el expresar artístico como una expresión de modalidad no discursiva, sin embargo, el arte siempre contiene y expresa un mensaje. Esto es lo que explica que la obra sea conformada de esa manera y no otra. ¿Por qué García Lorca escribía acerca de las mujeres y de su invisibilidad sistemática? ¿Por qué Tennessee Williams escribía acerca del rechazo hacia la hipocresía y cultura puritana? ¿Por qué Warhol representaba latas de sopa y no una mujer araña como Louise Bourgeois? ¿O por qué Bourgeois no retrató a Marilyn Monroe en vez de construir una araña gigante titulada “Mamá”? Quizás sea esto la mística del arte, pero como contempladora sensible, creo que es porque todo artista tiene un mensaje que compartir. Un mensaje, no otro. Una historia que, si bien amplia, es concreta, propia, personal, pero a la vez social. El arte es la forma por la cual las historias que debían ser compartidas se han desplazado y sublimado. La construcción artística es el summum de nuestra capacidad simbólica como especie y por tanto, el sello que afirma que “el humano estuvo aquí”. Una especie de firma divina e inmortal que permanece viva. El lenguaje del arte -un lenguaje de dioses-, así como su mensaje se titula cultura. El discurso de la construcción artística contiene no una, si no las miles de historias vitales que han hecho que el artista se configure como narrador y creador: historias ancestrales, inconscientes y codificadas que son transportadas a una entidad concreta y que en ocasiones podemos crear, mientras que en otras las contemplamos de forma sensorial y emocional.
El adentramiento del arte en la cultura tiene el poder de configurarse en el inconsciente colectivo y reinar gran parte de nuestra cognición y percepción como seres sociales. Las historias surgen y se reproducen en base al aprendizaje sociocultural consciente e inconsciente y configuran así, nuestra forma de ser: somos quiénes somos por aquello que nos cuentan, y que rememoramos e integramos en cada acto que llevamos a cabo. Las historias se manifiestan artística y culturalmente y se reproducen. El producto artístico es una muestra de ello. De no ser lo artístico un relato vital, el 2 de mayo de Goya no sería una representación trascendental, una memoria histórica plasmada en lienzo y óleo; de no ser así, las miradas de las madres indefensas tras el crack del 29 en las fotografías de Dorothea Lange no serían el reflejo una sociedad derrumbada; de no ser así los ballrooms y el voguing, no sería un manifiesto bailado de una identidad sexual y de género, ni una forma legendaria de honrar los orígenes sociales, raciales y culturales o la creación de una comunidad en base a ello. En eso consiste el producto artístico: en narrar aquello que no puede ser expresado de otra manera y así, comunicarnos a través de un lenguaje divino con aquellos que nos rodean.