Fue un domingo cualquiera en La Latina, uno de esos en los que el barrio huele a rastro, vermut y domingos sin prisa. Me senté en la barra de un bar en la calle Arganzuela mirando a la vida -ese deporte que tanto me gusta practicar como buena parisina— y, como a veces pasa, la vida me regaló una escena que no pude dejar de mirar. O quizá fue una escena que vino a mirarme a mí, para contarme algo que necesitaba aprender.
Ella se sentó justo al lado. Una chica joven, morena, guapa, con esa forma de arreglarse que no es excesiva, pero que deja claro que está esperando algo. O a alguien. Pidió un vino blanco —voz dulce, gesto seguro— y sacó el móvil como quien espera que el mundo le responda pronto.
De reojo vi cómo se sumergía en una conversación con alguien que, por lo visto, no iba a venir. La noté leer un mensaje y quedarse un momento en silencio, apretando los labios. Luego escribía con rapidez, volvía a mirar la pantalla, dudaba. Sus dedos intentaban aferrarse a algo que claramente se le escapaba. Y aunque su cuerpo estaba allí, sentada en la barra a mi lado, su cabeza estaba en una guerra invisible al otro lado del teléfono.
Le respondían mal. Cortante. Ausente. Y ella intentaba convencer, justificar, comprender. Lo veía en su cara: esa mezcla de rabia y tristeza que aparece cuando una sabe que está perdiendo, pero no se resigna a aceptar que no depende de ella. Vi cómo la dignidad se le escurría entre los dedos, camuflada de paciencia. Vi cómo luchaba contra una relación que ya se había ido, aunque aún respondiera los mensajes.
Y entonces vi algo más.
Vi al camarero.
Un chico guapo, muy guapo, con la melena como su actitud: libre, sin pedir permiso. Él la había visto entrar, pedir su vino, sentarse con gesto algo nervioso. Y desde entonces no le quitaba ojo. No de una forma torpe tipo: “me la quiero ligar y punto” sino con curiosidad y ternura. Como si pensara: me gusta de verdad.
Y ella no lo veía. Estaba tan enfrascada en salvar algo que no tenía remedio, que era completamente ciega a lo que tenía delante. A lo real. A lo nuevo.
Y entonces pensé: ¿cuántas veces hemos sido esa chica?
¿Cuántas veces hemos estado sentadas junto a oportunidades vivas mientras nos desgastábamos por una relación muerta? ¿Cuántas veces hemos dejado pasar lo que sí tenía posibilidad de florecer por insistir en sacar agua de un pozo vacío?
Nos hemos acostumbrado a pelear por el amor. A creer que si duele, es porque es intenso. Que si no aparece, es porque tiene miedo al compromiso. Que si no responde bien, es porque no sabe querer porque le han hecho daño. Y así vamos: justificando, aguantando, desgastándonos. Entregando energía a quien no quiere recibirla. Y lo más triste: dejando de ver a quien sí está.
Esa chica tenía a su lado una historia posible. Alguien que la estaba viendo de verdad, sin pantallas, sin filtros, sin excusas. Pero ella solo tenía ojos para quien no aparecía. Para quien, en el fondo, ya la había dejado sola.
Yo no sé si al final ella levantó la mirada y lo notó. Me fui antes de que terminara la escena. Pero en mi cabeza me gusta imaginar que sí. Que en algún momento decidió guardar el móvil, respirar hondo, mirar a su alrededor. Y que cruzaron una mirada. De esas que abren puertas nuevas.
Porque a veces el amor no está en el que no viene.
Está en el que ya está.
Solo hay que mirar en la dirección correcta.