Volvamos al momento en que me dijiste: confía en mí.
Confiar en el otro es lanzarte sin paracaídas. Es un acto de fe, de otorgarle a alguien la capacidad de conocer tus secretos, de expresarte cómo te sientes, o simplemente dejarte ver con todos tus errores, sin temor a ser juzgado. No juzgar es algo muy difícil. Emitir un juicio de valor cuando alguien en quien confías rompe alguna norma que tienes sobre la confianza, el amor, el respeto o la amistad puede ser inevitable.
Para cada persona, estas palabras —amor, respeto, amistad— tienen significados distintos. Cada quien les otorga valor según su experiencia. Como dice la frase:
Cada ser es lo que hace con lo que hicieron de él.
Y ahí surge una maraña de emociones y contradicciones, porque la realidad de uno nunca es igual a la de otro.
En fin, no quiero sobrepensar este tema ni irme por las ramas. Lo que busco es escribir para resistir esos momentos en los que la vida no tiene sentido. Hay cosas que se quedan contigo, sin que entiendas del todo por qué. Como esa escena de Tarzán la película animada, cuando él se sentía abatido por no ser como los demás. Su mamá gorila le mostró en qué se parecían: en los ojos, en las manos y, sobre todo, en el corazón. Al final, todos compartían lo esencial, y eso lo tranquilizó.
Pero luego, uno empieza a pensar en otras cosas: en las perspectivas individuales, en el ingenio, en lo que nos hace únicos. Y ahí es donde me detengo. De todas las decisiones erróneas que he tomado, ahora solo quiero hacer lo correcto, o al menos intentarlo. Quiero hacerme responsable de mis emociones. Saber hasta qué punto lo que siento es mío, y hasta qué punto es responsabilidad del otro.
Quiero creer que hay alguna señal que nos indica qué debemos hacer cuando ya no puedes seguir confiando, porque puede que pase mucho tiempo y ya, ni todas las semejanzas puedan renovar las ganas de volver a lanzarte sin paracaídas.