Hay raíces inquebrantables, aunque el destino se empeñe en trasplantarlas al otro lado del mundo. No son visibles, sino un tejido de costumbres y de esa intimidad que solo reconoce la piel. De pronto, una se sorprende respirando un aire ajeno, acogida en calles donde el murmullo de la gente tiene una cadencia desconocida. La luz, esa que siempre se dio por sentada, parece escasa e insuficiente. Sin duda, es en la incertidumbre y el frío donde la raíz se manifiesta, como un lazo invisible que se estira con cada kilómetro, pero jamás se rompe. Y en el momento justo, cuando la soledad aprieta a deshoras, se recoge y te envuelve en un abrazo cálido e invisible. Es ese salvavidas que inyecta una oleada de nostalgia dulce, recordándote de dónde vienes sin obligarte a regresar.
Inevitablemente, la raíz se resiente a veces. Hay momentos en que el nuevo camino te llama con la seducción de lo inexplorado. Te lanzas a él con la ingenuidad de quien abraza una revelación, creyendo que el sentido de la existencia estaba, al fin, en esta nueva latitud. Pero no hay brújula que pueda separarte de tu única base sólida. La raíz eres tú. Es el cordón umbilical del afecto, un líquido amniótico que disuelve los problemas para convertirlos en el vapor del guiso de tu abuela. Es el único punto cardinal infalible, el refugio que contiene el aire esencial de tu verdadero ser.
No obstante, marcharse significa también la expansión de la propia raíz. El desarraigo no es una pérdida, sino una multiplicación. Es como una semilla que debe romper su cáscara para germinar en un suelo nuevo y al hacerlo, se convierte en un árbol capaz de crecer bajo dos cielos. Vivir fuera de tu tierra natal te da una perspectiva de águila sobre tu propia historia. El mundo se transforma en una ventana de oportunidad y entiendes que cada rincón tiene sus propias pausas e inviernos. Y lo más importante, aprendes a distinguir el simple bienestar del verdadero disfrute porque has tenido que construirlo por ti misma, en una cultura diferente y con el eco de un idioma extranjero.
Por todo ello, la raíz te sostiene y te impulsa, para que puedas extender la mirada. Ella se mantiene inamovible, como un faro que fulgura en el horizonte, susurrando que siempre hay un lugar al que regresar. A esa cruz en el mapa se vuelve una y otra vez, sin necesidad de permiso, porque el hogar no es una dirección geográfica, sino la certeza de que ahí, el silencio y el amor se fusionan. Y todo, simplemente, vuelve a tener sentido.