Durante casi veinte años, Indonesia fue mi casa. Una cultura que me enseñó, día tras día, lo que significan el respeto, la humildad, la educación y los valores cuando son práctica cotidiana. Allí aprendí, rodeada de mujeres musulmanas, otra forma de mirar. Con ellas compartí mesa, trabajo, maternidad e intimidades y escucharlas fue abrir una ventana por la que nunca se me había ocurrido mirar.
Aquí, en Occidente, hemos crecido con una idea de liberación que pasa por mostrarse, por enseñar, por no ocultar nada. Y en muchos sentidos, esa lucha ha sido necesaria. Pero la libertad verdadera no es una estética, es una elección. Y si llevar minifalda es un acto de empoderamiento, llevar un pañuelo también puede serlo.
Nos cuesta entenderlo porque miramos el velo como símbolo de represión, sin escuchar lo que muchas de ellas tienen para decir. Y lo paradójico es que, cuando hablan, lo hacen con una claridad que desarma. No buscan ser miradas. Quieren ser escuchadas.
En un mundo que nos educa desde niñas a competir por ser la más guapa, la más deseable, la más perfecta, la más sexy… tal vez haya algo poderoso en una mujer que elige no participar en esa carrera. Que no busca aprobación. Que elige no estar disponible para la mirada.
La primera vez que escuché de una amiga que llevar el velo le daba paz, no lo entendí. Me dijo: “Cuando me lo pongo, siento que puedo salir a la calle sin pensar en si hoy me lavé el pelo. Sin pensar en si engordé. Sin tener que estar perfecta. Me siento protegida de esa presión invisible que todas sentimos, todo el tiempo, en todas partes.” Al escucharla, mi mapa interno cambió. Porque comprendí que, en nombre de la libertad, muchas veces nos entregamos a otra forma de opresión: la de tener que gustar siempre. La de no poder relajarnos nunca.
No hay una única forma de ser libre.
Hay mujeres que se sienten libres cuando se desnudan. Y hay mujeres que se sienten libres cuando se cubren. Lo que oprime no es el velo. Lo que oprime es no poder elegir. Lo que oprime es que te lo impongan —o que te lo quiten a la fuerza. Cuando una mujer lleva hiyab por elección, lo que está diciendo es: mírame por dentro. Escucha lo que tengo que decir. No te distraigas con mi físico. No me juzgues por cómo luzco. Juzga mi carácter. Mi pensamiento. Mi forma de estar en el mundo.
Elegir cubrirse, cuando es libremente, es tan válido como elegir hacer topless en la playa. A veces, unos pechos molestan más que un pañuelo. Y en una cultura obsesionada con la imagen, resulta profundamente significativo que haya mujeres que se aparten de esa exigencia. Que no quieran estar siempre perfectas. Que encuentren calma, seguridad y alivio en no tener que gustar todo el tiempo.
Llevar el hijab puede ser una forma de pedir ser escuchada antes de ser mirada. Y, entendido así, no es una herramienta de opresión para quiene lo eligen, sino una forma legítima de libertad. Un valor que muchas mujeres musulmanas no están dispuestas a ceder, especialmente en un contexto donde la cultura dominante avanza en dirección contraria, y donde niñas y mujeres occidentales se sienten cada vez más presionadas por su imagen, atrapadas en dinámicas que alimentan la ansiedad y la autoexigencia.
Yo no soy musulmana. Pero he aprendido que no todo se entiende desde fuera. Tal vez por eso me impacta tanto ver cómo en algunos lugares se debate sobre si se debe prohibir el hiyab en las escuelas, mientras en otros nos seguimos preguntando por qué nuestras hijas se sienten feas a los doce años. No será el mismo velo, pero también hay algo que tapa. Y algo que duele.
Tal vez haya que cambiar la pregunta. No se trata de si mostrar o tapar. Se trata de si hay espacio, hoy, para una mujer que no necesita exhibirse. Que no necesita parecer. Que no está jugando a ser perfecta. Que se permite existir sin preocuparse por cómo la perciben otros. Que reclama su presencia como un derecho, no como una estrategia de seducción.
Y si tú no eres esa mujer, está bien. Pero, al menos, escúchala. Quizás su forma de mirar el mundo te revele otra manera de entender la libertad.