El hogar no es lugar donde naciste, sino en el que cesan tus intentos de escapar
Naguib Mahfouz
Hay días en que no me reconozco. Quizás es la mezcolanza cultural haber nacido en Venezuela, de ser hija de inmigrantes europeos, de haber vivido en los Estados Unidos cuando niña y, luego haber emigrado al Canadá en busca de la paz que mi país ya no me ofrecía. O quizá son los tiempos de pandemia que convirtieron mi casa en una trinchera vacía donde aún batallo a un enemigo invisible. O acaso es que el invierno es el momento de las oscuridades, como el de las semillas enterradas, que precede a la ansiada primavera.
Y para colmo, en una tarde particularmente gélida y gris, dos palabras terminaron por detonarme el enredo interior. ¿La reconoces?, leí en la pantalla un mensaje directo de una amiga muy querida. Pulsé el enlace anexo y surgió un video promocional de bienes raíces, de esos que permiten ver las propiedades en tres dimensiones tal como si estuviera metida en ella. Claro que la reconocí; reconocí cada momento que viví en sus jardines y salones, y sobre todo recordé el día en que cerré su puerta. Mi casa, mi hogar. No había vuelto a ella hasta ese día. La encontré remozada y acogedora, su elegancia colonial intacta. En silencio agradecí que sus actuales dueños continuaran la devoción que nosotros le pusimos al construirla. Deambulé por sus habitaciones, y se me fue entorchando un rosario de nuditos en la garganta. Con la presión que dan en los ojos las lágrimas antes de brotar, la recorrí como recordando a un amante lejano y entonces tuve la certeza que yo ya no pertenecía a ese lugar.
Nos hemos mudado tres veces desde que llegamos a Canadá, cada vez creciendo con el orgullo y emoción que dan los logros de las decisiones arduas, pero nunca me he vuelto a aferrar a un lugar como con mi casa en Venezuela. Cerré el video y se me revolvió el concepto solitario de no saber a dónde pertenezco. Así que, en los momentos de mis mejores y peores intensidades siempre recurro a aquello que me ayuda a volver a mi centro, algo parecido a un hogar donde puedo mantener una cordura más o menos decente: escribir.
Las historias de un techo
Llegué a Canadá en el 2.004 como una mata podada y arrancada. Sin mucho tiempo para sentir, toda la energía se me iba en sacar raíces de donde ya no las tenía. Lo que más me ocupaba era el apuro de conseguir una casa y retomar nuestra normalidad como familia. Todos los días me asaltaba el recuerdo de las palabras que mi madre me machacó desde niña “la importancia de tener un techo”. Y es que hubo un momento durante la Segunda Guerra Mundial en que un cuartucho dentro de una fábrica de encajes era todo lo que ella pudo llamar hogar. A mi padre, aun a sus ochenta y cinco años, se le asoma el terror de perder sus juguetes en el recuerdo de una bomba que casi explotó frente al edificio donde vivió en Berlín. A través de sus historias he llegado a sentir en carne propia la necesidad de un refugio a un nivel bien básico: ese sentido de pertenecer, recuperarse y volver a ser. Esas vivencias de refugiados de guerra los aferró a una casa en al que vivieron más de cincuenta años en una época en que Venezuela era libre; esas fueron sus verdades definitivas. Pero las precariedades de mi país y la mudanza a un lugar desconocido me enseñaron que la solidez, así como la paz o la felicidad, son conceptos algo escurridizos y fugaces. Cuando decidimos emigrar lloré mis perdidas, cada cosa que vendí o regalé se fue con la marca de mis uñas, pues con ellas se fue aquello que me daba piso y me sostuvo como un barco en aguas ciertas. Quedaron las memorias, pero me inquietaba que ellas también se desvanecieran en el tiempo. Dicen los budistas que la raíz del sufrimiento es aferrarnos a ultranza a las personas, objetos, creencias o situaciones y yo temí irme a pique con mis propios empecinamientos.
Tierra y tinta
El mantra “Cuando uno es tabla rasa lo que sobran son las posibilidades” comenzó a regirme los días, así que, desde que toqué tierra en Canadá me lancé a reconstruirme con las tablitas de mi naufragio. Casi por instinto o serendipia, encontré en un curso de escritura creativa en español en Toronto. Me inscribí sin mucha explicación, pues me emocionaba la idea de mantener uno de los pocos puntos de contacto que aún tenía con mi vida pasada: el idioma. Y esa decisión me cambió la vida con todo y sus perspectivas y vulnerabilidades.
Descubrí que una mata podada y arrancada puede tomar todas las sobras de su mente y corazón, y generar tierra nueva para sus raíces incipientes. Comprendí que, al escribir tal como al emigrar, se va formando ese terreno fertilizable para el crecimiento espiritual y emocional. Con sentido de curiosidad y sobre con gentileza y paciencia conmigo misma, metabolicé, digerí y aboné experiencias, nostalgias y dudas. Sin nada a que asirme sino a mis instintos y palabras, el futuro no fue necesariamente más claro (nunca lo es), sino que aprendí mucho de la aceptación. Y algo crece. Siempre.
Escribir tal como emigrar es descubrir y crear algo de la nada, es volver a lo esencial. Bajé la velocidad y puse mucha atención. Comencé a notar pequeños detalles, imperceptibles cuando estaba en medio del afán de recomenzar: la calidez de la sopa de bienvenida de mis nuevos vecinos canadienses, la dulzura reposada del sirope de arce sobre panquecas, el azul de la nieve cuando le pega el sol de la mañana, el carnaval de tulipanes en primavera.
Desacelerarme me obligó a desencajarme de aquello que me amarraba y a ponerle nombre a la nostalgia. Escribir sobre mi experiencia de inmigrante me ayudó a pelar esas capas de luto, desentrañar mis verdades con tinta. Aprendí a entender lo que me sucedió (y a Venezuela) y a vivir con mis decisiones, las buenas y las dudosas, y a verlas como lecciones aprendidas. Al volcar mis tormentos en un papel, ya no tuve fantasmas que espantar, sino realidades sobre las cuales tomar acción. Puse mi luto al descubierto, lo lloré, lo viví y seguí. Emigrar y escribir, sobre todo, requieren un salto de fe, que aceptemos el misterio de los flujos de vida. Dejar atrás voces pasadas y escuchar voces nuevas. Sobre todo, la propia.
Y entonces, ¿dónde queda mi hogar?
Llega un momento en la vida de todo emigrante en que reconoce que la libertad va más allá de un pedazo de tierra; que, a veces la libertad se ejerce montándote en un avión, o escribiendo sus ideas. O ambas. Emigrar y escribir no significan escapar; todo lo contrario, en ambas se enfrentan los vaivenes y el flujo de la vida, aun con miedo y nostalgia. Emigrar y escribir significan aprender que no debemos empequeñecernos para encajar, sino celebrar nuestras historias y costumbres para aportar a las comunidades a donde llegamos y reclamar nuestro deseo de pertenecer.
Durante mucho tiempo me aferré a la idea inculcada del hogar como un lugar físico, mi casa en el video, al techo al que se refería siempre mi mamá, pero el hogar puede estar en cualquier lado, como en Canadá, España o Tailandia. Para mí el hogar es la trompita que hace mi nieta Emilia con su boca cuando me llama Tutú, la familia reunida haciendo las hallacas mientras cae la primera nieve, la llamada de mi hijo para contarme de su día, o mi nuevo manuscrito. Es recordar, asimilar y celebrar todo lo que he logrado. Y sobre todo, compartirlo con otros como yo.
En un pasado que ya no existe y un futuro que quizás nunca llegue, mi presente es mi hogar, aún lejos de donde nací. Mi hogar soy yo, piel adentro, y quienes amo. Mi hogar es mi pluma y escribir es el milagro para lograrlo.
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Post Data:
Cada vez somos más quienes hemos vivido la desgracia y la bendición de emigrar. Nos hemos convertido en un país virtual, deambulamos como ánimas en pena por el mundo. Abandonamos nuestros hogares en busca de una vida distinta, y con suerte, mejor. En el proceso superamos mucho y aprendimos mucho más. Somos una sabiduría colectiva. Sé que hay casi siete millones de historias rondando mentes y corazones, locas de salir al mundo. ¡Escriban su camino hacia su hogar perdido!
Erika P Roostna / Enero, 2023
Leo y para mí es una historia que muchos hemos o estamos viviendo. Siento que el lugar en donde a uno lo reciben, con el tiempo se convierte en nuestro hogar. El hogar es el lugar donde sentimientos paz, armonía…
Hermoso tu escrito, como todos. Además me siento identificada. Un abrazo a la distancia de una venezolana en Panamá
Narracion interesante, buenísima para una disertación en vivo…
Aún cuando ya lo había leído, me parece precioso y lo volví a leer de principio a fin sin poder parar!
Te felicito y te exhorto a que sigas escribiendo más y más.
Besos,
Hermoso escrito! Que sin duda alguna deja aflorar lágrimas de sentimientos acumulados, de todos los que hemos osado por este proceso. Gracias por compartir!
Excelente, dolorosas y encantadoras metáforas. Me siento retratada en su contenido mágico. ¡Felicidades!
Un artículo muy real y sentido.
Comparto todas esas emociones porque también emigré pero un trozo de mi corazón quedó en Venezuela.
Erika disculpa que te trate como conocida pero es que soy amiga de hace años ( más de 50) de de tu tía Cecilia y he seguido Tu trayectoria.
Mis felicitaciones y sigue escribiendo que lo haces muy bien.
Dios te bendiga y un gran abrazo
Wow! Hermoso…..te felicito
Me parece una excelente idea este tipo de concurso, haciendo conocer trabajos tan lindos como se exponenaqui
Vivencias tristes pero reales,de muy buen gusto y veracidad,donde nos llena de nostalgia y tristeza, pero con una esperanza renovadora ,donde perdura la fe de volver a nuestras raíces, Haz escrito una buena historia y dónde plasmas la realidad de una mayoría de pobladores en busca de un buen provenir, Lena de esperanza.
Eríkasa! Que pluma. Sentí todito. Un abrazo