¿Quién abrió el primer paraguas dentro de casa para decretar la desgracia? ¿Por qué decimos anulo mufa como si estuviésemos tirando agua bendita?
Al leer historias de sectas y cultos extremistas, nos parece imposible dimensionar como tantas personas pueden seguir creencias delirantes de un líder al cual casi no conocen sin cuestionamiento. Pero, ¿y si te dijera que inconscientemente seguimos un dogma incluso más inexplicable, del cual desconocemos su origen? Todos rendimos culto a una enorme religión secreta que nos lleva a realizar acciones muy extrañas: la suerte.
Lógicamente, no existe razón alguna por la que relacionar un espejo roto con siete años de mala suerte, ni mucho menos imaginar a la madera como un contrarrestante. ¿Pero por qué no podemos evitar relacionarlos?
Hasta los romanos tenían supersticiones. Quienes creían en ellas afirmaban que las lechuzas eran un mal presagio, y que las abejas eran mensajeras de los dioses, portadoras de buena suerte. Para ellos, la superstición venía de una forma exagerada de religión; una manera desordenada de la fe. Y es exactamente eso.
La suerte es un Dios secreto cuyo credo lo siguen hasta los más ateos y su omnipotencia se alimenta de nuestra necesidad más elemental: la de controlar lo que no podemos directamente. La veneramos en la cotidianeidad al no derramar la sal y en los momentos más importantes de nuestras vidas, cuando en una boda el novio no ve a la novia hasta que llega al altar.
Pero está presente mucho más allá de las supersticiones. La astrología, el tarot, el reiki y muchas otras creencias son en realidad doctrinas de la misma, porque nos otorgan ese poder de dictar nuestro destino y de avanzar con certeza sobre lo desconocido, o por lo menos, la ilusión de que lo hacemos. Necesitamos sentir que tenemos el control y que sabemos lo que otros no: sea gracias a la posición de los astros o a las cartas que sobresalen de un mazo mientras se mezcla.
En el mundial del 2022, me senté en el mismo lugar del comedor en cada partido. Durante todo ese período, las personas alrededor de todo el planeta tuvieron sus propias cábalas y mufas. Su pequeño altar invisible a la suerte. Y aunque fue Montiel el que pateó el penal ganador, quizá si me hubiese sentado en otro lugar el 18 de diciembre sería un día de luto.
Esta de ninguna manera es una sátira o una crítica a la mística y a sus formas de ejercerla: sé tirar las cartas, hice un curso de astrología y saltaré por el ramo en todos los casamientos que me inviten. Esto es una invitación a establecer nuevos mandamientos en la enorme biblia de la suerte, a hacer sagrados todos los rituales triviales que—directa o indirectamente—nos acerquen a la buena fortuna (nuestra divinidad secreta) y a convertir en amuletos todas las prendas de nuestros días de alegría.
Mientras tanto, seguiré buscando el trébol de cuatro hojas en cada planta, me sentaré en la misma silla en el próximo mundial, y me pondré el mismo vestido cada vez que quiera escribir un artículo como este.