Al principio, era sólo orilla.
El mar manso. Extendido como un manto infinito de oxígeno. Azul claro, limpio, tierno.
Lo caminaba despacio, sin prisa, dejando que la arena se colara entre los dedos de los pies.
A cada paso, el agua besaba la piel, se retiraba, y volvía. Como si respirara con él.
—Estoy aquí —parecía decir—.
Ven cuando quieras. No hay apuro.
El sol, alto. El aire, tibio. Y el horizonte…
Un trazo dulce y casi infantil.
Como un sueño que uno dibuja con los dedos en el aire.
Le miraba, caminando paralelo a su línea, a lo largo de la playa.
Aún no se atrevía a acercarse del todo. Sólo contemplar.
Pero el mar ya le hablaba.
—Tómate el tiempo —susurraba—.
Respira. Ten lo mejor de ambos mundos. Estás seguro.
Y él lo sentía. Que el mar era casa. Juego. Pausa.
Y que nada urgía.
Otro día, algo en su interior dijo: ahora.
Se atrevió a entrar. No hasta el fondo. No todavía.
Solo lo suficiente para sentir el cuerpo flotar, casi sin peso, sin edad.
El mar lo recibió contento.
—Vamos —le dijo—.
Sigue, no me haces daño. Juega. Nada. Vuélvete espuma un rato.
Hoy soy liso, pero tengo historias dentro.
¿Quieres ver alguna?
Se dejó guiar. Cada brazada era descubrimiento. Cada ola, una conversación.
Rió.
El mar le devolvió la risa.
Desde el espigón, otro día, el azul se mostraba más serio. No menos bello. Sólo más profundo.
El agua no rugía, pero tenía otra densidad. Más pensamiento que juego.
Él se sentó a mirar, con los pies colgando. Observaba la línea exacta donde todo parece encontrarse.
—¿Lo ves? —le dijo el mar—.
Soy muchas cosas a la vez. Como tú.
A veces quietud, otras impulso. A veces espejo, otras abismo.
Pero nunca dejo de ser yo.
Ni de estar contigo.
La brisa subió. No con furia, sino con ganas de decir algo importante.
Él escuchó.
Y entendió que mirar también era forma de estar dentro.
Con el tiempo, volvió diferente. No siempre venía con el mismo ánimo, y el mar tampoco le recibía igual.
Algunas veces traía dudas, otras ganas de silencio.
Pero el mar siempre abría paso.
—Hoy tengo corrientes encontradas —decía—.
Pero tú nada. Yo sabré acomodarme.
Se zambullía y salía. Se dejaba arrastrar un poco y luego recuperaba el centro.
Era un pacto no escrito.
No había miedo.
Solo respeto.
Otro día llegó con equipo. No por desconfianza, sino por deseo de ir más allá.
Una pequeña embarcación, unas aletas, un tubo para respirar de otra forma.
Quería saber qué había debajo. Quería tocar el fondo, o al menos, intentarlo.
El mar le recibió curioso.
—Vaya, has cambiado —susurró—.
Estás listo para explorar. Pero no olvides…
Sigo siendo el mismo mar.
No corras. Mira. Detente cuando lo necesites.
Porque a veces, el horizonte no se alcanza con velocidad, sino con ternura.
Ese día avanzó más. Vio colores que no conocía. Sintió la presión en los oídos.
La emoción. El vértigo.
Y cuando volvió a la superficie, respiró distinto.
Se quedó quieto, flotando.
Miró a lo lejos. El horizonte, el mismo.
El corazón, no tanto.
—Bravo —dijo el mar—.
Te has atrevido.
Pero no hubo rugido, ni tormenta, ni drama.
Sólo un soplo.
Una ola más alta que le empujó suavemente hacia la orilla.
Como quien arropa. Como quien dice:
“Por hoy, basta. Mañana, si quieres, volvemos a empezar.”
Y así, sin querer, la vida siguió su curso.
Él cambió de pieles, de lugares, de inquietudes.
Ya no venía todos los días. A veces, solo pasaba cerca. O lo soñaba.
Pero el mar… siempre ahí.
Fiel sin exigencia. Silencioso sin olvido.
A veces bastaba con cerrar los ojos para escucharle.
Sentir el eco del agua tibia rozando los pies, aunque ya no estuviera allí.
O recordar cómo, desde el espigón, el horizonte le hablaba con voz de infinito.
Había aprendido que el mar no era un lugar.
Era una forma de estar en el mundo.
De mirar. De tocar.
De atreverse.
Y entendió que, en realidad, nunca se había ido.
Porque el mar que amó, el que le hablaba, el que le enseñó a esperar, a flotar y a avanzar…
Ese mar, vivía dentro de él.