Nadie gritó. Nadie lloró.
Simplemente dejó de venir.
Esteban solía ocupar el asiento frente a Julia todos los miércoles, en la misma mesa del café que nunca cambiaba su música de fondo. Hablaban de libros, a veces del clima, raramente de sí mismos. Ella lo valoraba, o al menos eso creía. Pero una semana no vino. Luego, otra. Luego, el vacío.
Julia no preguntó. No escribió.
No por orgullo, sino porque entendió algo:
la mayoría de los vínculos humanos no terminan con una explosión, sino con un silencio sin consecuencias.
Los afectos, pensó, son convenios implícitos que duran mientras nos resulta útil sentir.
Y cuando dejan de ser útiles —cuando ya no nos llenan, ni nos dañan, ni nos provocan nada— los soltamos. Como se suelta un objeto en la mano que de pronto se vuelve irrelevante.
Frialdad no es odio.
Es ausencia de necesidad.
A veces, el vínculo se enfría no porque el otro falle, sino porque ya no proyectamos en él ninguna historia que nos interese sostener. Y esa falta de narrativa compartida se vuelve un abismo.
Julia volvió al café. Se sentó sola.
No sentía rabia. Ni tristeza.
Solo un hueco. Silencioso, como el universo. Indiferente, como el tiempo.
Pidió café.
Sin azúcar.
Como siempre.