Hace unos días se presentó en el Congreso una propuesta para cambiar el contexto en el que hablamos del cáncer y evitar, a nivel institucional, que se siga utilizando ese lenguaje bélico que tanto daño hace: batalla, lucha, guerra. En definitiva, dejar de hablar de las personas que lo padecen como de soldados valientes que no se rinden y vencen…. o pierden. Y cuando leí la noticia, pensé inmediatamente en mi amiga Mónica.
Mónica tiene 52 años. Una hija de 25 y un niño de 9. Lleva cinco años conviviendo con un cáncer que no le da tregua. Y yo viéndola caminar entre fuerza y fragilidad enseñándome más sobre la vida real que cualquier libro.
Y debo confesar que lo que más me duele no es verla agotada por los tratamientos, sino escucharla decir que se siente enfadada consigo misma por esforzarse tanto y no curarse.
Porque Mónica lo hace todo “bien”.
Come sano, camina, se cuida, medita, lee, visualiza, recibe reiki y, cuando quedas con ella, siempre viene guapísima, maquillada, impecable, con una sonrisa que ilumina cualquier día triste.
Pero, aun así, carga con la culpa de no estar “ganando”, de no estar “venciendo la batalla”, como si su cuerpo necesitara su mejor actitud para obedecer.
Y entonces me pregunto: ¿en qué clase de sociedad vivimos para que alguien que ya sufre una enfermedad tan dura tenga además que sentirse culpable por tenerla?
Vivimos rodeados de frases bonitas, de eslóganes, que hieren: “Piensa en positivo”, “No te rindas”, “Tienes que luchar”.
Parecen animar, pero llevan una trampa escondida: si todo depende de tu actitud, entonces, si la enfermedad avanza, significa que no fuiste lo suficientemente fuerte. Como si tu cuerpo se curara por obediencia emocional. Como si la biología funcionara por méritos.
Y lo más duro es ver cómo ese mensaje cala.
Cómo alguien que no eligió enfermarse, que no pidió este camino, que ya vive con miedo, dolor y cansancio, empieza a mirarse a sí misma como si fuera responsable de lo que le sucede.
Porque la culpa, cuando se instala, es a veces más agresiva que el propio cáncer.
Pero ¿de verdad creemos que el cáncer viene o se va según los pensamientos de una persona? ¿De verdad creemos en esa ficción? ¿Y entonces qué pasa con los niños?
Un niño de dos, cinco o diez años que nunca fumó, nunca vivió estresado, nunca tuvo una relación tóxica, nunca trabajó doce horas, nunca “vibró bajo”.
¿Qué culpa tiene ese niño?
¿Qué responsabilidad puede tener una criatura tan pequeña para que su cuerpo esté enfrentando algo tan cruel?
La respuesta es evidente: ninguna.
Y si un niño no tiene culpa, entonces nadie la tiene.
Esa es la verdad más incómoda y a la vez más liberadora:
el cáncer no responde a pensamientos positivos, ni a una dieta perfecta, ni a una mentalidad impecable.
Responde a lo que responde: células, genética, azar, biología.
Todo lo demás son historias que nos contamos porque no queremos aceptar que no controlamos NADA.
Quizá por eso cargamos a los enfermos con ese peso: porque nos aterra reconocer que cualquiera puede enfermar sin haber hecho nada “mal”. Porque necesitamos creer que hay reglas, fórmulas, garantías. Que si hacemos lo correcto estaremos a salvo.
Porque queremos tener el control. Sentir que decidimos nosotros.
Pero la realidad es otra: la vida es lo más imprevisible que existe, para lo bueno y para lo malo.
Dejemos ya de jugar a ser dioses.
Mi tío Jesús murió de cáncer de pulmón habiendo fumado toda su vida.
Mi tío Alain murió del mismo cáncer sin haber fumado jamás.
Ambos vivieron solo seis meses después del diagnóstico. Ambos tenían 57 años.
No hay lógica moral.
El cáncer es un capricho. Punto.
Y por favor: dejemos de hablar del cáncer como si fuera una guerra donde los enfermos son soldados que tienen que demostrar algo. Dejemos de insinuar que quien enferma es responsable de algo que jamás estuvo en sus manos.
Porque lo que de verdad necesita una persona enferma es que la sostengan cuando no puede ni quiere ser fuerte, cuando está cansada, harta, saturada. No necesita que le pidan una sonrisa diaria, sino que le permitan llorar, enfadarse, rendirse un rato.
Necesita humanidad, no épica.
Ojalá aprendamos, de una vez por todas, a decirle al enfermo, algo tan simple como:
Quiero que dejes de pedir perdón cuando el cuerpo te duele.
Por favor, date permiso para descansar si no tienes fuerzas.
Abraza tus días negros como abrazas tus días luminosos. Todos tienen sentido.
Y recuerda, Mónica, porque este texto es para tí —por si algún día se te olvida—:
Tú no eres culpable de nada.
Tu cuerpo hace su camino.
Tu mente hace el suyo.
Y tú estás en medio, viviendo con una valentía que no necesita metáforas de guerra.
Ya hiciste suficiente.
Ya eres suficiente.
Te quiero.
Te admiro.
Virginia