Es un arte sutil,
el de acechar a mi yo automático,
ese que reacciona sin mirar,
que camina dormido
por rutas que ya no quiero transitar.
Es el arte de observarme,
sin juicio, sin huida,
como quien mira al mar
sabiendo que cada ola trae una herida,
una memoria,
una oportunidad de despertar.
Me hago vigilante de mí mismo,
testigo en silencio de cada gesto,
de cada palabra que surge
sin haber sido elegida.
Acecho al personaje que fui,
a lo que ya no soy,
como quien se despide
sin odio, pero con verdad.
Vigilar lo que repito,
lo que me aleja de lo que soy en esencia,
es un acto de amor,
una forma de presencia.
Observarme
es el inicio de mi libertad,
porque sólo quien se ve
puede empezar a cambiar.
Y así, en este arte sagrado,
me convierto en guerrero y guardián,
no de los demás,
sino de mi propia humanidad.