Resulta curioso ver cómo a tenor de los sucesos protagonizados recientemente por un joven político de mirada lánguida y gesto grave se han venido a dejar al descubierto las contradicciones propias de cierta sección de la nueva izquierda famosa por abanderar con resuelto aire de modernidad la difícil causa de encararse contra el patriarcado. De pronto ya nada es como parecía ser, y lo que ahora asoma como un inesperado hecho para muchos, para otros tantos no es más que un encogerse de hombros, una mueca resignada del “esto ya se sabía”. Pero la cuestión no va de ese sí es-no es, sino de algo mucho más serio, porque no es ya que el silencio institucional fuera la dorada envoltura que cubría las voces de un secreto compartido y servía de manto de armiño a este rey que ha resultado estar desnudo por obra y gracia de su radical despropósito, sino que, una vez descubiertas las partes pudendas de una situación que remite al ya acostumbrado uso de la intimidación por mero capricho del poder, se esté retornando al mismo discurso de siempre fuera ya de banderas, colores o credos políticos.
Que el joven monarca que desde 2014 ha estado paseando su trono por cinco partidos, cinco, hasta casi el día de hoy haya visto frenada su ascensión política a la corte presidencial no es fruto de la casualidad, aunque lo parezca si tenemos en cuenta la paradoja de su discurso de aliado con las causas feministas, las mismas en las que han encontrado apoyo sus víctimas para alzar la voz contra sus abusos. Tal vez estas son las tempestades del que cosechó vientos a escondidas amparándose en una cuidada estrategia de manipulación que fue implementando con cada una de las elegidas para ponerlas al servicio de su entretenimiento. Porque de lo que aquí se trata no es de cuestionar las filias íntimas de una persona que disfruta de todo el derecho a tenerlas, sino de su ejercicio de engatusar a un número aún indeterminado -pero creciente- de mujeres para convertir tales prácticas en un descarado juego de abuso y agresiones sin más reglas que las propias.
Sin embargo, lo que nos devuelve a lo de siempre no es tanto esta cuestión como la respuesta que se ha estado generando desde el famoso post de Cristina Fallarás en Instagram, empezando por la carta de dimisión del acusado, en la que se erige como rotundo protagonista de unos hechos en los que desafortunadamente no fue el único implicado. “No culpes a la noche, no culpes a la playa, no culpes a la luna… culpa al patriarcado, al poder, a la presión y sus etcéteras”: así, bien pertrechado por la lánguida melancolía del azul de sus ojos, por ese mohín de niño bueno con el que se ganó los favores y confianzas de muchas con sus palabras, pretendió cambiar su manto real por el harapo con el consabido retruécano del triángulo dramático: la culpa fue del personaje, de la contradicción, del juego de la política. En realidad, parece que este ángel caído quisiera convencernos de que la única, primera y definitiva víctima antes de convertirse en verdugo fue él mismo. El resto, las mujeres que hoy hablan a cuentagotas, de pronto son meras actrices de reparto de un suceso que solo parece afectarle a él y que quizá por esta razón no han merecido en su carta ni la más mínima alusión o disculpa: ellas, definitivamente no son nadie.
Del otro lado del escenario, la opinión pública, dividida entre el apoyo y la extraña mezcla de cuestionamiento y escarnio a la que las involucradas en el tema están siendo condenadas por alzar la voz: desde que la noticia se hizo pública, lo que parece ocupar el centro del debate social son las dudas en torno a esas mujeres que, lejos de conseguir la reparación que merecen, son revictimizadas una y otra vez bien por ser consideradas responsables del debilitamiento de la izquierda, bien por la contumaz acusación del “por qué no se fue” o “por qué no lo contó antes”, como si haberlo hecho pudiera ser en algún momento una garantía de seguridad. Ciertamente no: la educación patriarcal femenina descansa sobre dos pilares, el silencio y la entrega. Callar y ceder no han sido solo un medio de tener la fiesta en paz a nivel laboral, sentimental o social, sino en algunas culturas un proceder para la supervivencia. No se enseña a las mujeres a alzar la voz sino a modularla, así como tampoco se les educa para abandonar un espacio poco amable si no se dan las condiciones propicias para ello. Sin embargo, de pronto esa buena educación que se recibe y reproduce resulta sospechosa si se combina con la libertad personal de ejecutar el derecho a la denuncia: es entonces cuando la sociedad decide que el silencio sostenido en el tiempo o la inmovilidad convierte a las víctimas en verdugos de sus agresores e incluso del orden social. Y aquí sí es donde estas mujeres reciben protagonismo, pero, como ha vuelto a ocurrir, no el que merecen: el discurso de las víctimas del apuesto joven, encabezado visiblemente por la actriz Elisa Moulinaá, las ha condenado al oprobio y los vaivenes de la maledicencia mientras aquel lame sus heridas acunado por el silencio de los dioses, el mismo que dejó pasar la denuncia de 2023 aparecida en X, el mismo que mece plácidamente a tantos otros miembros de partidos políticos de distintos lemas y colores, instituciones, empresas y organismos que miran para otro lado como si el tema no fuera con ellos, aun siendo de ellos.
Todo parece indicar que se repetirá lo acostumbrado: el tajo seco que ha supuesto la cómoda dimisión del ya antiguo portavoz llevará a muchos a remojar sus barbas; mientras tanto, seguirán creciendo las dudas -razonables o no- en torno a las declaraciones de las víctimas y es posible que asistamos a un recrudecimiento de su ya iniciado linchamiento virtual en las redes sociales salpimentado por el silencio de ciertos grupos, la indiferencia de otros y el apoyo probablemente minoritario pero sin duda contundente y leal de algunos colectivos. Inexistentes para la disculpa, centrales para el escarnio, estas mujeres vuelven a enfrentarse a la difícil encrucijada de elegir entre el silencio y la voz, y esto lleva a preguntarse cuánto le queda por recorrer al feminismo del camino largo y escarpado de la lucha por la igualdad tímidamente iniciado hace cuatro siglos, si todo se volverá a perder en la enmarañada expectación de un cambio que no acaba de llegar, si otra vez, en lo que respecta a las mujeres, tendremos que asumir que, como decía Antonio Machado, “hoy es siempre todavía”.