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¿Cuántos vínculos afectivos es capaz de sostener una persona ?

«Estoy notando estos días la energía muy bajita a mi alrededor», me escribe P esta mañana, después de que le confiese que mi cuerpo lleva varias semanas avisándome, pidiéndome de manera ermitaña la reclusión. Desde hace algún tiempo estoy vislumbrando el agotamiento en los perfiles digitales de varias compañeras. Compañeras que pausan sus redes, que dejan de ir a eventos, que limitan sus actividades sociales. Estar constantemente conectados tiene eso: el eterno reclamo por parte de la audiencia. 

Las personas que me siguen desde hace algún tiempo saben que, salvo que sea algo urgente, puedo tardar varios días en responder un mensaje. La semana pasada eché cuentas: si contestara al momento a cada notificación que recibo, no me quedaría tiempo para nada más. La misma P me preguntó hace unos días: «¿Sabes cuánto ruido mental generan los “cafés pendientes”?».

Si claudicáramos a todos, no habría tiempo para vivir.

En tiempos de conexión digital, el individualismo nos ha llevado a querer acaparar para nosotros todo el foco. Ya no nos vemos en grupo, ahora necesitamos que la persona de delante nos escuche únicamente a nosotros. Los cafés en pandilla ahora se han vuelto cafés con cada uno de sus miembros. ¿Os habéis fijado en cómo han descendido los comentarios públicos en los posts, con respecto a hace unos años, y cómo han aumentado, en cambio, de forma considerable los mensajes privados?

Queremos vivir más lento, más pausado, más gozoso. Pero no estamos haciendo nada para bajarnos del carro. La rueda de la hiperproductividad en la que estamos metidos y los estímulos constantes a los que nuestro ojo se somete continuamente tampoco ayuda. Hace unos días, en una de las famosas viñetas de flavita banana, una mujer se miraba frente al espejo. El bocadillo: «Me levanto dos horas antes para aplicar mi rutina de skincare antifatiga».

¿Qué estamos haciendo mal?

«Tener que salir y socializar mientras intento terminar el libro me quita mucha energía», narra Sabina Urraca en su última obra, Escribir antes. La historiadora de arte Eugenia Tenenbaum también confesaba hace unos días en su perfil: «Llevar el cansancio por bandera me resulta una cosa tristísima y ver que, con independencia de a lo que nos dediquemos, estamos todas más o menos igual anticipa un horizonte desolador (un horizonte, por otra parte, que ya está aquí y que nos acompaña en el día a día)». 

Me meto en Instagram y lo primero que me sale es una palabra que no conozco: eremición. Abajo, su significado: «el acto de retirarse gradualmente de la vida de otros, no por conflicto, sino por necesidad de espacio o cambio personal».

Echo de menos los tiempos de las cartas y los SMS. Las tardes en las que quedaba a comer pipas en el banco con todos mis amigos. En los que no había cafés en solitario, salvo de forma esporádica, sino que todos éramos capaces de habitar el mismo espacio, convivir y disfrutar en grupo. Esos tiempos en los que no necesitábamos saber constantemente de la vida de los otros. 

Existe una cosa que se llama rutina. Existe un gigante come tiempo que se encarga de aplastarla todos los días. Hay cosas que no dependen de nosotros: no podemos hacer demasiado con las jornadas de trabajo extenuantes, con las obligaciones del hogar y la familia. Cada persona tiene y sufre su propio contexto. Pero lo que sí podemos hacer es controlar el tiempo que pasamos en las redes sociales o medir el volumen indecente e innecesario de mensajes que enviamos a otras personas (ya no solo por lo que ocasiona en la salud mental, sino también por el impacto mediomantiental que supone). En definitiva: aprender a cultivar nuevamente la atención y la presencia.

Escribe Saray Santana (@srta.botanica): «volver a acercarnos, a sentirnos, mantenernos a salvo de aquello que enferma, que apaga, que entristece, que silencia y reprime». Y también Sara Torres: «Dar cuenta del cuerpo respetando la ausencia en el email, en WhatsApp. Celebrando la ausencia de un mensaje, de una interacción regular, como señal de que la vida de otra está siendo».

Ayer me dijo una compañera que le pareció extraña mi forma de responder a su último mensaje, que no lo había hecho con tanta dedicación como otras veces. Esta mañana me ha escrito una más: «me ha dado corte acercarme a ti en el evento porque he visto que la gente te reclama mucho».

Si tengo la bandeja del móvil abierta con cientos de mensajes, si no paro ni un minuto al día de recibir notificaciones, si cada una de esas personas espera que la responda con dedicación y esmero, si me demandan que lo haga apenas las recibo, si me encuentro cada día con una nueva petición para verme con alguien a tomar un café… Después de cada uno de esos mordiscos, ¿dónde me encuentro? 

Como Sara Torres, me pregunto con urgencia: ¿cuántos vínculos afectivos es capaz de sostener una persona?

Frenemos esta onda expansiva. No sigamos perpetuando esta falta de disfrute, este descanso evaporado, esta vasta niebla agarrotada, como una soga tensa en el precipicio de nuestras gargantas…

Andrea Mateos

Periodista y escritora. Mujer híbrida, letras silvestres, lenguaje mestizo.

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