No recuerdo con exactitud cuándo empezó a interesarme la Novela Negra. Sin embargo, el momento de cúspide llegó el día en que descubrí The Snowman del autor noruego Jo Nesbø. Me lo recomendó una muy buena amiga que también era fanática de ese género. Conversábamos con una taza de té en las manos cuando me comentó sobre el último libro que acababa de leer. Con emoción, me contó a grandes rasgos el argumento y sin perder más tiempo se levantó en dirección de su habitación. Pocos segundos después puso el ejemplar en mis manos. La imagen de un muñeco de nieve en la portada estaba lejos de evocar lo que sería esa obra para mí. Para empezar, afianzó mi gusto por ese tipo de literatura, pero además, me abrió un universo hacía los paisajes escandinavos los cuales considero ideales para narrar esas historias tan sangrientas y perversas.
Después de leer The snowman se sumaron a mi biblioteca una larga lista de autores suecos, finlandeses, daneses e islandeses y, por supuesto, mi colección albergaba prácticamente todos los libros que Jo Nesbø ha publicado, menos el libro que me había iniciado a ese universo.
Muchos años pasaron desde mi encuentro con la Novela Negra escandinava. Entre tanto, me mudé varias veces de país, y un día llegué a Canadá. Las primeras nevadas de la temporada fueron intensas y descubrí, con mis propios ojos, esos paisajes cubiertos por un manto blanco. En nuestro primer invierno decidimos no viajar fuera del país y disfrutar de unas vacaciones en estas nuevas tierras. Mi marido organizó un tour hacia el norte de la provincia de Ontario con numerosas actividades al aire libre: visitas a cascadas, patinaje sobre hielo en pistas naturales y largas caminatas en la naturaleza; así como una estancia en un pequeño hotel que me recordaba a los Bed and Breakfast ingleses.
Después de una divertida y helada jornada al exterior, llegamos al hotel a descansar y calentarnos un poco. Antes de la cena, nos dirigimos al área común que comunicaba con el comedor. El salón era una mezcla de sala de juegos con espacio de lectura. Había un futbolito y un billar en medio de la habitación, así como sillones acogedores cerca de una chimenea encendida y una biblioteca muy bien abastecida. Mientras mi hijo y mi marido iniciaron una intensa competencia en el terreno del futbolito, yo recorrí la biblioteca. Mi mirada se detuvo en un título conocido: The Snowman. Era absurdo no poseer ese libro. Nunca lo compré porque mi amiga me lo había prestado y por supuesto, le regresé el libro una vez terminado.
Hacía tantos años que lo había leído que solo recordaba los grandes momentos de la historia, mas había olvidado la mayoría de detalles que la hacían tan especial. Lo tomé de la repisa y me acurruqué en un sillón individual junto al calor del fuego. Me bastó comenzar con la lectura para recordar cómo la historia me había atrapado desde el primer instante: Un muñeco de nieve que aparece en el jardín de una casa mirando hacia ella después de una nevada. Sin que nadie lo supiera, ese era el anuncio de que un miembro del hogar sería asesinado con infinita crueldad. Miré por la ventana que estaba a mi lado. Había comenzado a nevar. Cierto, no estaba en un país escandinavo, pero ahora vivía en un lugar donde los paisajes helados y sombríos que con tanta maestría describe Jo Nesbø en su libro, eran parte de mi entorno. Una loca idea me saltó a la mente: tal vez también en Canadá existía un Snowman.
Nuestra estancia en el hotel no fue lo suficientemente larga como para alcanzar a terminar el libro y eso, a pesar de que lo había llevado a nuestra habitación para continuar la lectura en cualquier momento disponible. Por supuesto que conocía el desenlace, pero deseaba poder recordar cada instante de la historia. Después de unos segundos de indecisión, con el corazón dando tumbos en mi pecho, guardé el libro en mi maleta y lo cubrí con tantas vestimentas como pude.
Regresamos a casa en medio de una intensa tormenta de nieve que debió prolongarse hasta altas horas de la noche. A la mañana siguiente mi marido salió muy temprano rumbo a la oficina y mi hijo se levantó con la presurosa intención de hacer un muñeco de nieve. La sola mención del muñeco me causó un apretón en las entrañas. La culpa por mi acto delictivo del día anterior me rondaba.
Preparamos las palas y cualquier utensilio que pudiera servirnos en nuestra tarea. Mientras mi pequeño se calzaba las botas y cerraba su chaqueta, saqué del fondo de la maleta, que seguía en el salón, el pequeño recuerdo que había traído con nosotros de nuestras cortas vacaciones. Lo deslicé entre los otros ejemplares en la biblioteca y admiré con una mezcla de satisfacción e incomodidad mi colección del detective Harry Hole ahora completa. Me puse las botas, cerré la chaqueta hasta cubrir mi cuello y salimos a enfrentar el frío invernal. Cuál fue nuestra sorpresa que un muñeco de nieve de talla monumental se encontraba en medio del jardín que compartíamos con la casa de al lado.
—Mira, mamá. Está enorme —dijo mi hijo con sus ojitos redondos de asombro—. Jamás había visto uno tan grande.
—Ni yo tampoco.
—Parece que estuviera mirando para acá.
El comentario de mi niño encendió una señal de alarma. Era verdad, ese muñeco no estaba mirando hacia la calle sino hacia una de las casas. Sin embargo, no era muy claro hacia cuál de las dos dirigía sus intenciones, la nuestra o la de los vecinos. Mi corazón empezó a acelerarse y empecé a respirar con dificultad.
—Sami, vamos adentro. —Empujé a mi hijo mientras miraba de derecha a izquierda. La calle estaba desierta.
—Pero, mamá, yo quiero hacer un muñeco de nieve.
—Lo harás más tarde con tu papá cuando regrese de trabajar. Había olvidado que tengo varias cosas por terminar.
Sami lloraba desilusionado en el sillón, pero yo escuchaba sus lamentos desde un lugar muy lejano. Me quedé detrás de la ventana observando al gigante de afuera. ¿Acaso mi, según yo, acto inocente por haber tomado como « préstamo indefinido » el libro de The Snowman de aquel librero estaba relacionado con la visión que tenía delante? Siempre he creído que todas nuestras acciones tienen una reacción, una especie de karma que nos da lo que nos merecemos y quizás esto era el mío. Con pensamientos de tal índole, pasé el día, el cual se sintió eterno. A cada rato me asomaba por la ventana esperando con impaciencia la llegada de mi marido. Conforme la oscuridad caía, el muñeco se volvía, a mis ojos, más terrorífico.
—¿Te pasa algo? —Me dijo mi esposo al entrar y verme de pie frente a la ventana mirando al exterior.
—No, nada —le respondí tratando de ocultar mi ansiedad—. ¿Viste al muñeco de nieve allá afuera?
—Es impresionante, ¿no?
—Terrorífico, más bien.
—¿Por qué terrorífico? —me dijo soltando una carcajada.
—Estaba allí desde muy temprano.
—No exageres, cariño. Eso no es razón para que un tierno muñeco sea terrorífico.
En eso llegó Sami y le pidió a su papá acompañarlo a hacer un muñeco de nieve tan grande como el que estaba afuera. Quería hacerle la competencia, le dijo. Mis dos chicos reían y apilaban la nieve buscando en vano igualar a su vecino, yo los observaba desde la ventana con un temor creciente.
Esa noche dormí apenas. Me parecía escuchar risas, música y gritos. Cualquier ruido por minúsculo que fuera me despertaba. En un momento dado me levanté y miré por la ventana. Desde mi habitación podía ver la silueta amenazante. Corrí a la cama y me refugié bajo las sábanas.
A las cuatro y media de la mañana ya estaba de pie. Bajé con cuidado las escaleras, encendiendo cada interruptor de luz por donde pasaba. Me preparé una taza de café y cuando me acerqué a la ventana del salón que daba hacia la calle, una luz roja intermitente me cortó la respiración y empecé a sudar frío. Dos patrullas de policía estaban estacionadas frente a la casa de mis vecinos: ¡The snowman había atacado!
En medio de una tormenta de emociones e incógnitas, un suspiró de tranquilidad se me escapó al pensar que ese muñeco no había estado mirando hacia nuestro hogar, pero un instante después el terror se apoderó de mí, era mi vecindario; un loco fanático estaba rondando por aquí y había una víctima demasiado cerca. Corrí hasta el estante donde había dejado el libro y lo saqué. Quizás si me deshacía de él o lo regresaba por correo al lugar de donde lo había agarrado toda esta pesadilla terminaría.
En ese instante de duda, mi marido bajó por las escaleras.
¿Qué haces cariño? —me dijo
Del susto tiré el libro al piso.
El ruido afuera, gritos, discusiones y risas, nos hicieron acercarnos a la puerta de la entrada. Todos los vecinos estaban ya fuera presenciando el espectáculo. Cuando nosotros salimos nos tocó ver a dos policías sacar a un grupo de muchachos eufóricos de la casa de mis vecinos y subirlos a la patrulla. Del miedo yo no podía moverme y aunque intenté detener a mi marido quien se acercó a los vecinos de enfrente, mis intentos fueron inútiles. El quería comprender lo que sucedía.
Después de que la patrulla se fue, mi marido por fin regresó. Yo lo esperaba mordiéndome las uñas. En realidad, todo había sido producto de mi imaginación. No había ningún Snowman suelto en Toronto. Unos días antes, mientras nosotros habíamos estado fuera, el joven hijo de mis vecinos, había llegado con varios amigos aprovechando la ausencia de sus padres. Con mucho alcohol en las venas, los chicos se habían divertido haciendo el muñeco de nieve más grande que habían podido. Era tanta su euforia que decidieron construirlo en plena tormenta de nieve, antes de irse a dormir. Sin ningún adulto responsable para calmarlos, el grupo de jóvenes insensatos continuaron con la fiesta al día siguiente. Las patrullas de policía habían llegado después de que varios vecinos llamaran en repetidas ocasiones cansados del ruido continuo por varios días de desorden.
Con el barullo terminado mi marido se subió a descansar. Con tanta adrenalina yo no tenia mas sueño. Miré al gigante blanco que se erigía imponente en mi jardín. Todos en casa dormían y afuera solo había silencio.
Con un café recién hecho en la mano, recogí del piso el libro de The Snowman. Ahora más que nunca me sentía admiradora de ese autor noruego que con su trama y palabras había logrado espantarme por completo. Liberada de toda culpa, me senté frente a la ventana y abrí con premura la página que me indicaba el marca-páginas. No podría encontrar un mejor momento para terminarlo que bajo la sombra del gigante de nieve al exterior.