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Cinco años desde la pandemia: Un tiempo lejano que marcó una época

 

Hace cinco años sucedía la pandemia. Después de un fin de año tranquilo, veíamos la tragedia en las noticias, a una distancia abismal. En un principio, todo se asemejaba a un cuento chino, tragicómico, y se escucharon algunos chistes al respecto.

Pero el asunto no tenía nada de gracia. 

Para esta fecha, llegaban los primeros casos de contagios importados a la Argentina y el tema empezaba a preocupar en serio. Desde España, Brasil, Uruguay, se decía.

Una fecha que parece tan lejana y tan próxima, al mismo tiempo; porque fue hace nada más que cinco años pero unos cinco años en los que ya pasó de todo y la vida siguió girando.

Y ya nadie habla de esa historia. O si lo hacemos es con un trecho de distancia al nombrarlo. 

Lo que comenzó como un extraño virus transmitido por los murciélagos en China se expandió por todo el mundo y, aunque cada país reaccionó de distintas maneras, todos terminamos cambiando la forma de vivir y de andar. No hablábamos de nada más, solo de contagios, de la cuarentena, comparaciones con el mundo entero, distanciamiento preventivo, restricciones y tapabocas para prevenir lo inevitable. Todo cambió a nivel global, a nivel salud pero no solo física, también se vio afectada la salud mental.

Por unos largos meses, desaparecieron los abrazos, los besos en la mejilla, las reuniones porque sí y las celebraciones, solamente había distancia y soledad en las calles. Y, por las dudas, por el temor que esto provocaba, se extendió durante todo 2020 y algunos meses de 2021.

Cada país, cada ciudad y cada pueblo tomó una actitud diferente porque sus realidades particulares eran diferentes. Las grandes ciudades colapsaban y el temor avanzaba. Fue como una especie de película surrealista, apocalíptica, de un terror perverso en el que, lo que alguna vez pudimos ver en el cine o imaginar, superó toda ficción.

Aprendimos (y nos acostumbramos) a vivir limpiando en exceso, desinfectando cada rincón del hogar, cada objeto que se traía del afuera y para proteger al de al lado no se podía establecer contacto alguno, al menos que fuese estrictamente necesario.

En España e Italia, la película era temeraria, los contagios crecían y atemorizaban al hemisferio sur donde no tardaron en llegar. Se cerraron los aeropuertos y no se podía entrar ni salir de los países ni traspasar las fronteras.

Recuerdo nuestra pequeña burbuja patagónica, donde, a pesar de que todo llegó de inmediato, el contexto fue más amable. Teníamos la satisfacción de la cercanía con el paisaje, la idiosincrasia de una aldea, un poco pueblo y otro poco ciudad, con sus montañas y sus lagos hacia vistas panorámicas privilegiadas. La finitud del poblado permitió que reine la paz durante un largo tiempo, que cuando empezó asustara a todos pero enseguida entrásemos en un ritmo ameno en comparación a muchos poblados del resto del país o del mundo.

La cotidianidad era el hogar, las compras, los quehaceres domésticos y la familia. Se volvió tendencia el por entonces casi desconocido home office o teletrabajo, las reuniones virtuales, compartir absolutamente todo a través de las cámaras y pantallas de las redes sociales y esperar otro día con la misma rutina. Todo eso se volvió habitual.

Los estragos de la pandemia fueron muchos más de los que podemos ver a simple vista. Por supuesto que las pérdidas humanas y económicas se hicieron notar al instante y se sintieron las consecuencias. Pero nadie se había puesto a mirar en las consecuencias que las emociones podían sufrir, lo que podíamos perder en materia de salud mental. La tristeza, la angustia, la ansiedad, la desesperanza e incertidumbre se apoderaron de tantas personas y sociedades no solo en el durante, también en el después. 

Muchas familias debieron reinventar sus dinámicas y dar giros de 180 grados. Algunos comenzaron de nuevo en otros lugares; hubo otros tantos que se ajustaron a esa realidad para establecer nuevos ámbitos de trabajo; también hubo quienes osaron crear o agrandar sus familias en el mismo instante en que la cuarenta estaba en su punto más álgido porque la vida les siguió casi igual y otros porque venían con un plan desde el año anterior cuando las palabras “covid”, “coronavirus”, “pandemia”, “cuarentena” no existían en el vocabulario cotidiano de nadie. 

De esto pasaron, ya, cinco años. Aún hoy venimos observando los cambios que provocó en todos los sentidos. El traslado del trabajo al hogar se volvió más común de lo que hubiéramos creído a fines de 2019; las plataformas virtuales están en su máximo esplendor: nada no pasa por streaming hoy y lo que conocíamos como ficción, al menos en Argentina, se mudó al teatro y el cine porque en televisión solo hay noticieros, magazines de actualidad y diversión; la terapia se tornó algo indispensable, los tratamientos con psicofármacos también y más de lo que quisiéramos. El ámbito de lo virtual se instaló para siempre como una comodidad a la hora de cursar, capacitarse o realizar actividades que antes solo pertenecían a lo presencial. 

No se sabe, a ciencia cierta, si la pandemia mejoró o empeoró el mundo. En algún momento se habló con cifras concretas sobre las mejoras en la contaminación por la reducción del tránsito de vehículos; hubo más atención a los seres queridos (de todas maneras, aunque en muchos casos se fortalecieron vínculos, en tantos otros se quebraron). También ocurrió algo impensado en otro contexto: el proceso natural de desarrollo y socialización en niños y adolescentes se vio afectado por el encierro y el aumento en el consumo de pantallas dentro del hogar no solo como distracción sino también como herramienta de cursada y estudio. Porque, si a un adulto le daña su bienestar psíquico el encierro, no se puede dimensionar lo que significa para un niño en etapa de desarrollo o un adolescente con todas sus necesidades de vincularse con pares de su misma edad y realizar actividades reales fuera del ámbito de su casa.

No se puede afirmar que hayamos aprendido mucho o poco de esta desafortunada época que nos tocó experimentar ayer nomás, de lo que si debemos estar seguros es de que, si la pandemia pasó por este plano a enseñarnos algo, esa enseñanza debe ser que comprendamos que no se puede dejar para mañana lo que podamos disfrutar hoy porque mañana no sabremos si llegará o cuánto sabremos aprovechar lo que llega. Si algo hay que tener presente es justamente el tiempo presente y luchar por alcanzar todo aquello que soñamos para vivir en plenitud. Las cosas importantes son las que tenemos en lo cotidiano y a veces, o casi siempre, las perdemos de vista por poner la atención en cosas insignificantes. ¿Cuáles son estas cosas? Los seres queridos, la familia, lo que nos hace sonreír, lo que conmueve al alma, ese motor que nos impulsa a levantarnos cada día de esta vida.

Laura Garcia

Escritora de oficio y pasión. Amante de la naturaleza, la música y la fotografía.

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