Hoy viniste como otras veces, entrando de golpe y sin avisar. Sería de buena educación que llamases a la puerta para variar y así no me pillarías desprevenida.
Ya nos conocemos de sobra, pero cada vez que apareces todavía duele. Aún recuerdo la primera vez que llegaste, nunca me habían hablado de ti y lo que provocaste en mi cuerpo me dio miedo. Hiciste que me doliera el pecho, la espalda, que me dieran calambres en las cervicales y hasta hormigueos en los dedos.
Durante un tiempo, te tuve verdadero pánico. ¿Qué había hecho yo para que vinieras? Vivía mucho más tranquila antes de conocerte. Las siguientes veces que apareciste no fue mucho mejor; dificultad para respirar y calmarme, un pleno ataque de ansiedad en el coche que hizo que me se me encogiesen los dedos de las manos sin yo poder evitarlo, llantos sin saber por qué…
Aún era inexperta y no me pusiste fácil, precisé de ayuda farmacológica para hacerte frente. Sin embargo, gracias a ti aprendí a conocer mejor mi cuerpo y sus límites. Hubo un día en el que ya dejé de tenerte miedo porque supe enfrentarme a ti sin ayuda.
Hoy, vieja amiga, te abrazo. Ahora sé que tus visitas son pasajeras, que si cierro los ojos y respiro, no tardarás en irte. Que tu visita no trae contigo oscuridad, sino un aviso para que baje revoluciones.
Desgraciadamente somos muchas las personas que te conocemos y todavía hay algunas que te tienen pánico. No saben que poco a poco podrán convivir contigo como aprendí a hacerlo yo.
Nunca dejéis de pedir ayuda, somos muchas.
(Aquí puedes escuchar a Diana )