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Caliente – caliente que ya te encuentras

Hace un verano, mi paso por la isla de São Miguel fue porque hice un voluntariado (un workaway, coméntale a la interesada) para ayudar a construir la casa y arreglar el terreno de una familia açoriana. Me impulsó la causa, las coordenadas de selva y la absoluta incertidumbre de quién iba a ser a mi vuelta. No te lo conté antes porque el amor lo invadió todo. Curioso, ¿no? El amor, siempre el amor. Pero lo cierto es que esa acción salto, me cambió la vida. 

Trabajar la tierra, (con)vivir en comunidad, pensar-amar-caminar sin cobertura. Me empapó de tanta pureza, que me bañé de paz interior, me tinté de cascada y ola atlántica; pero sobretodo de límites, de lo venidero, de aceptación. 

Llevaba años callando y explosionando mi verdad a ratos a partes temporales iguales. Escribí dos libros y unos 77 brutos que se quedaron en archivo borrador y en tintero. Años buscando quién era mientras tardaba medio segundo en perderme en el otro. Años tragando saliva para coger un soplo de aire en el mismo instante en que aprendía cada día a transitar el duelo del que era mi mejor amigo. Supongo que a veces, una mano con más fuerza que la tuya propia en épocas de debilidad presente, se convierte en una mano imprescindible. Y tú misma lo confundes todo. 

Ya no creo en lo imprescindible, sí en la eternidad. 

Mientras trabajaba la tierra y leía la misma línea de Les papallones no mosseguen de Marta Bayarri reiteradamente, recogida por la neblina que solo conocen las playas vírgenes: dejé sonar el teléfono. Rompí un patrón de falta de empoderamiento personal para la eternidad y elegí vivirme. Que se traduce como “córrer detrás de una espalda con fuerza de isla, hacha y honestidad tras un almíbar atardecer hacia la fusión de una corriente de la mar ” o “fundirme en la mar y la corriente con el que fue mi amor compañero los días que tiene un año, o alguno más”. Creo que fue el primer milagro que creé con los ojos bien despiertos. 

Trabajar la tierra hacía que se me colaran imágenes de cuando aprendí a plantar árboles. La exposición del amor de la mano con la fiesta a punto de gozo y lengua me revolvía la inseguridad de una herida que fue trabajada con cariño y paciencia.

Sané, aprendí, leí, creé. Me creé de nuevo. Y toda esa fuerza sí era imparable, sí a todo, sí a dejar morir lo viejo, lo que no funcionó, lo que dolió. Sí a mi honda profundidad, sí a mí dramática intensidad, sí a mi valor de hablar los problemas y traspasarlos con un chiste malo o un descorcho nuevo. 

Hay duelos a los que les das las gracias por ser tres cohetes cósmicos hacia adelante. Tres dimensiones kármicas hacia el presente donde has nacido o yo qué sé. “Vivir, vivir, vivir” me repetía como mantra en ese cierre de duelo. En ese nacimiento de una nueva identidad. De la liberación. Porque hay duelos que liberan, y muertes que solo te llevan a la vida.

Para mí la vida fue encontrar la paz. La paz que debe habitar tan dentro de todos (bueno, claro, solo de algunos elegidos que tienen el corazón alineado con el bien – pienso en voz alta en estos tiempos genocidas que corren – ). Recuerdo que, antes de vivir descalza con los pies en la arena de la playa de Viola, donde comencé contándote mi acto de dar, ofrecer y aprender, no sabía qué era la paz dentro de una. Una paz que se asemeja a la templanza, a una serenidad divina o a una rendición al más allá no sabido ni conocido. 

“Caliente-caliente, que ya te encuentras” escribía mi supramente con las botas de cabaña y lluvia de su madre y el fango entre los dedos y la boca. Liberar la mente fue el primer “caliente” con el encuentro. Con la paz que te digo. En el saco de la mente también está el ego y la comparación con otra mujer. ¡Qué “frío-frío” estaba tu vida encuentro ahí!

Después, vino la desnudez. 

¿Te la cuento?

¿Sabes qué pasa? Que como mujer, la desnudez es todo un tema. El sexo digo, por si nos habíamos perdido con la poesía. Que en este tramo del autojuego personal de frío-frío caliente-caliente de búsqueda, pérdida y encuentro en círculo, también aprendimos a ser más claras. ¿O más honestas? Dejémoslo al criterio de cada una. Sí, liberar la memoria sexual fue otro eslabón. En Viola aprendimos a picar y cortar piedra para construir un muro, y en el instante en que después del esfuerzo golpe a golpe sin cesar se separaba la gran roca, suspirábamos. Ese suspiro de alivio es el mismo cuando liberas un trauma de tu cuerpo. “Caliente-caliente querida mujer, que esta vez que hiciste el amor liberaste el útero y el corazón de todas las anclas y cadenas de lo anterior y a saber donde”.  

Quedaba liberar el alma. Y creé el milagro en una fiesta donde volvíamos a estar todos. Porque la mejor épica de lo bello de la vida pasa mientras celebras. Y ahí, de blanco, descalza a pie de asfalto esta vez y con una copa caliente ocurrió la gran elección. ¿Fue allí o mientras acompañaba de la mano a morir a mi abuela? Igual su marcha un día después liberó la carga que yo podía llevar a cuestas de algunas mujeres anteriores. Igual su marcha, ayudó a darme más vida al alma y a ese pulso inquieto con el que piso y hablo. Igual. Igual. Igual. Igual fue él. 

O igual fue dejar ir al amor puro e impulso a la liberación comprendiendo que hay caminos que cogen su individual, y está bien. Está bien porque sabes que es ahí cuando es contigo, cuando es en tu elegía incondicional, sin mesura ni apegos y siendo plausible con los momentos de condición y los ruidos de lo que debería ser negociable según tú. Y en esa rendición con todos los cuerpos a juego y olor a amor, te dices a ti misma: 

Caliente… caliente[…] te encontraste. 

Mer Calduch

Actriz de cine, teatro y televisión. Mi pasión es generar transformación en el mundo.

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