Después de asearme, lo primero que hago es sacar la cabeza por la ventana, para maldecir por los pronósticos impredecibles y caprichosos. Sólo confío en los delfines que cambian de color, como esos que comprás en la costa atlántica argentina por unos pesos. El olor a tierra mojada, la humedad que se cuela por los vellos nasales con movimientos cortados hacia la parte superior de la cabeza. Una acción concreta de cerrar los ojos como signo de placer, ubicando el rostro justo donde un incipiente y débil rayo solar hace su aparición entre las nubes, que hacía
cinco minutos no daban ninguna esperanza de amanecer memorable, y que me da la vida que hoy no tengo.
Bebo un vaso de agua y me pongo a pelar una naranja, su piel está fresca, ya huele bien apenas la tomo con mi mano derecha, la corto en gajos y todo el ambiente se aromatiza a cítrico. Me acerco un pedacito a la nariz y sonrío levemente mientras el gajo acaricia mis dientes y se posa en mi lengua.
Salgo a caminar por Madrid, que es como una meditación activa, voy con un andar preciso, como si realmente pudiera comerme al mundo como si fuese un bocata de tortilla. Inclino mi cabeza hacia arriba observado todo con la curiosidad de una niña, veo los pájaros que desde las ramas miran a los humanos cabizbajos, apurados,
enfadados. Yo creo que desde su perspectiva no entienden tan poca libertad, quizá, eso hasta les hace un poco de gracia.
Sigo el camino y llegando al parque pienso en que me interpela la cantidad de árboles, las flores y los espacios verdes que se adelantan con unos pasos largos adentrándose a la ciudad. Hacía cinco minutos estaba pisando asfalto y esquivando ademanes de transeúntes ensimismados en charlas telefónicas. La flora me envuelve con unos enrosques de tango y se une de manera simbiótica sobre los edificios que juegan con las nubes. Pienso: “Moverse menos por necesidad y con más deseo”. Bailar con la naturaleza, que a pesar de su grandeza guarda
humildad en su esencia. El micelio se dirige como un pulpo hacia todas las raíces en una majestuosa obra de arte que solo puede crearse en la profundidad de la tierra.
El aire cambia y renueva el oxígeno que había quedado en la polución de las avenidas. Un aire fresco que propone mirar hacia lo que no percibimos cotidianamente, un shock de claridad mental, una cachetada, un sacudón para mover las ideas que se habían atascado generando confusiones sospechosas. Un shot de aire fresco para olvidar esos días sin consuelo.
Después de una ducha caliente, agradezco, porque en algún hostel de Quito, por allá en el 2015, el agua estaba helada en pleno invierno. Me tomo un té chai que me revitaliza y vuelvo a reflexionar sobre el día, entonces recuerdo que una buena variedad de árboles a veces te dan ese abrazo que no te dieron, ese beso que querías, ese susurro de esperanza en pleno vacío existencial, esa fuerza que no tenías ayer, ese aliento que te invitó a avanzar hoy en esa vida que habías olvidado, hasta donde el cuerpo te parecía ajeno y pesado. Mañana, será un nuevo día
y en unos meses volverá a ser primavera.