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Bellas incluso muertas

El año pasado, leí Bellas para morir: estereotipos y violencia estética contra la mujer (Prometeo Libros, 2020), escrito por Esther Pineda G. Un ensayo que recoge, precisamente, los estereotipos de género y la violencia estética a la que han sido –y están (estamos) siendo– sometidas las mujeres a lo largo de la historia. Una belleza sexuada, sexualizada y sexista, donde los cánones y estereotipos de belleza en el pasado y en el presente han sido creados por y para los hombres, para su uso, disfrute y beneficio. Una belleza que, a su vez, se concibe como una obligación para la mujer, una condición inherente a la feminidad. Un mensaje patriarcal engañoso y peligroso: “A mayor belleza, mayor feminidad”. 

Un castigo impuesto a la mujer desde los inicios de la historia de la humanidad y de manera diferente a los hombres. Mientras que, para ellos, la belleza natural se manifiesta a través del aspecto descuidado y viril, las mujeres deben hacer uso de multitud de productos y tratamientos para que jamás lleguen a dar una imagen imperfecta. El cuerpo, apariencia, vestimenta, peinado y modales de las mujeres han estado en un constante cambio socialmente impuesto. En todas las épocas, el cuerpo de la mujer ha estado y ha sido cuestionado, ocultado, exhibido, deseado, convertido en un objeto de consumo y placer para ojos masculinos, moldeado a su antojo y vendido según sus intereses. 

Y siempre obligado a pertenecer a uno de los cánones de belleza establecidos en ese momento: la piel blanca en la Edad Media; perfumada y ligeramente maquillada en el Renacimiento; en corsés imposibles que moldeasen el pecho y la cintura en el siglo XIX; la sensualidad de los años 20, que dio paso a una ligera elegancia en los años 40, para volver a los cuerpos de grandes y de exuberantes proporciones en la época Pin-up; la extrema delgadez y los TCA de las modelos, cantantes y actrices de los 90, como símbolo de belleza. Los estándares de belleza irreal fomentados por las redes sociales, las influencers y las marcas en la actualidad. La representación de la mujer en dibujos, series, películas, anuncios. La obsesión con la eterna juventud, los tratamientos estéticos, los retoques y los implantes a edades cada vez más tempranas. El lucro de la industria farmacológica, cosmética y estética a costa de la inseguridad instaurada en las mujeres. El horror que perpetúa la dominación masculina, la insatisfacción con el propio físico, la supuesta belleza real, la sociedad superficial y el valor de uno mismo por su atractivo sexual y no por lo que es. La obsesión delirante por la absoluta perfección y por la juventud eterna. 

En este dilema, observé algo curioso y que, quizá, pasa desapercibido con bastante frecuencia: las escritoras eternamente jóvenes. ¿Por qué siempre se representa a las autoras en su juventud? ¿Por qué las fotos de autor escogidas que aparecen en sus libros y/o portadas siempre son de ellas siendo jóvenes? ¿Por qué en los homenajes o merchandising se eligen siempre las fotografías o retratos donde tenían 20-30 años?

Jane Austen murió con 41 años, y solo aparecen retratos de ella con una edad mucho más anterior –en este caso, y debido al siglo del que hablamos, podría haber cierta justificación al no existir medios tecnológicos- Idea Vilariño murió con 88 años, pero solo veo imágenes de ella cuando tenía, como mucho, 40 años. Lo mismo sucede con Anna Ajmátova (que murió con 76 años), Louise Glück (con 80 años), Alice Munro (con 92 años, aunque es una excepcionalidad) o Joan Didion (con 87 años). El problema es que también sucede incluso con aquellas que murieron a una edad relativamente temprana. Louisa May Alcott, autora de Mujercitasy Lucy Maud Montgomery, autora de Ana de las Tejas Verdes, que murieron con 55 años y 67 años, respectivamente, suelen salir representadas con mucha menos edad con la que fallecieron. Si hasta para hablar de Sylvia Plath, que murió con 30 años, se siguen utilizando las imágenes de cuando era estudiante del Smith College de Massachussets y tenía 18 años. Sin ir más lejos, el otro día vendían en una conocida librería una lámina de ella (y de más autoras) representando, justamente, esa imagen de casi adolescente eterna. El caso más curioso es el de Virginia Woolf, a quien apenas se ha retratado en su juventud, como si siempre hubiese tenido los 59 años con los que se quitó la vida. De esa juventud, existen apenas un par de fotografías, pero casi siempre las escogidas para hablar sobre ella suelen ser las de su madurez. Posiblemente, en las que el deterioro físico y mental era más notable. 

En cambio, con los hombres, sucede justo al contrario. Cualquier búsqueda de un autor masculino –excepto aquellos que murieron jovenes como Shelley, Kafka, Camus o Fitzgerald–, devuelve como resultado una imagen de él mismo en su madurez o en su ancianidad, y se le representa así en cualquier momento. ¿Alguien recuerda cómo era Hemingway de joven? ¿O García Márquez? ¿O Vargas Llosa? ¿O Borges? ¿O Bukowski? En nuestra cabeza, siempre han sido mayores. Y siempre ha estado bien, nunca se ha cuestionado. La inteligencia que aporta la madurez, supongo. El uso de las imágenes de autoras en esa madurez o, incluso en su vejez, suele ir aparejado a la intencionalidad de (re)presentarlas como abuelitas adorables que recitan cuentos a sus nietos ya casi al final de su vida, sentadas en un sofá y a la cálida luz de la chimenea una tarde-noche de invierno. No hay más que echar un vistazo al tipo de imágenes que existen de las autoras y los autores en su vejez; en sus poses, los lugares donde se encuentran, las miradas, lo que hacen, lo que expresan… A muy pocas de ellas se las representa o retrata mirando directamente a cámara o al espectador; muchas menos están sentadas escribiendo –a excepción, y en pocos casos, de Plath, Woolf o Montgomery–. En general, suelen estar posando. En algunos casos, tapándose la cara o ladeando la cabeza; en otros, con una sonrisa cercana y afable; tumbadas, sentadas o en poses diversas, en ocasiones infantiles; en campos o jardines, con perros, gatos u otros animales y en exteriores relacionados con la naturaleza, como seres mágicos del bosque, ninfas creativas absortas en un mundo aparte. 

Por el contrario, existen imágenes de Hemingway posando sin camiseta y con un rifle; o de Márquez y Borges recostados en un sillón. O de Bukowski y otros autores declarados abiertamente alcohólicos rodeados de vasos, copas e incluso botellas de alcohol, y un aspecto físico de lo más cuestionable. Hombres duros, de mirada desafiante, rebeldes, serios. 

Pineda lo describe a la perfección en su ensayo

«Es posible afirmar que la industria de la belleza y aquellas que la sostienen convirtieron a las mujeres en objeto de consumo, pero también en sujetos consumidores; por su parte, los hombres que definen los objetos de consumo y los sujetos a quienes estos están dirigidos se convirtieron a sí mismos en receptores, espectadores y consumidores de la belleza femenina, es decir, de las mujeres hechas objeto en el contexto de las relaciones de poder donde la mujer sufre la belleza impuesta, mientras que el hombre la goza y la disfruta. Los cánones y estereotipos de belleza en el pasado y en la actualidad han sido una construcción sexuada y patriarcal. Esto significa que han sido creados por los hombres y para los hombres, es decir, para el disfrute y beneficio de ellos. (…) El carácter patriarcal de la belleza queda en evidencia en el hecho de que, mientras que en las mujeres la belleza aumenta su feminidad, en los hombres disminuye la masculinidad. Desde esta perspectiva, una mujer para ser mujer debe ser bella; si no es bella o al menos persigue serlo, no es mujer, y a una mujer se le considera más mujer en cuanto que es bella; sobre los hombres, por su parte, no pesa la exigencia de la belleza, por el contrario, la belleza es mal vista e indeseada. Si en los hombres la belleza se posee de forma natural debe mantenerse descuidada, desaliñada, rústica, viril; si por el contrario esta belleza es buscada o fue fabricada, es decir, producto de la aplicación de tratamientos cosméticos, farmacéuticos o quirúrgicos, se convierte en objeto de críticas, burlas pero, sobre todo, en objeto de sospecha, pues la masculinidad del sujeto es puesta en cuestión». 

Algo que me gusta mucho, y de lo que me he dado cuenta al leer la obra completa de Annie Ernaux, es lo que hacen desde Cabaret Voltaire, la editorial que traduce y publica sus escritos en España. En cada libro, la foto de Ernaux que aparece tras la portada es diferente. No es una imagen fija, sino que muestra el paso del tiempo de la autora a través de sus obras, y coincide con el momento en el que las escribió. Así, podemos ver a una Annie Ernaux más joven en Los armarios vacíos (1974), que publicó cuando tenía 34 años; una más madura en No he salido de mi noche (1997), con 57 años; y ya en su vejez en Mira las luces, amor mío (2021), que publicó con 81 años. Probablemente, al pensar en Ernaux, no nos imaginamos a la escritora en su etapa joven, -es más, se nos hace raro verla en su adolescencia en la portada de Escribir la vida. Fotodiario, recientemente publicado-, sino tal y como está ahora. Quizá es porque hay un trabajo bien hecho detrás: el de representar a las autoras en todas sus épocas y el de dar voz a sus obras con una imagen acorde a la realidad, sin intentar vender una eterna juventud que no existe. 

«Los cánones de belleza tanto en el pasado como en la actualidad se han fundamentado siempre en el profundo rechazo a la vejez y en la persecución de la eterna juventud. Nuestras sociedades son gerontofóbicas, es decir, en las que existe un miedo irracional e injustificado a envejecer, donde se desprecia y rechaza a los adultos mayores, y en las cuales se asocia a la vejez con el cansancio, la corrupción del cuerpo, las carencias, la decadencia y la enfermedad. En contraposición, las características neonatales, la ausencia de defectos y por tanto la juventud, son sobrevalorados e indivisiblemente asociadas a la frescura, la salud, el vigor, el éxito y la belleza. De acuerdo a ello, existe una obsesión social por mantenerse joven, pues si bien la juventud no es el único requisito para ser considerada bella, si es una condición imprescriptible. (…) Este miedo al envejecimiento y la obsesión por mantener y conseguir la juventud previamente creada por la industria de la belleza es posteriormente aprovechado por ella. A las mujeres no se les debe notar la vejez o el proceso de envejecimiento, las canas deben ser ocultadas con el tinte, las arrugas, las líneas de expresión y las bolsas bajo los ojos deben ser camufladas con el maquillaje, las manchas cutáneas deben ser aminoradas con cremas, y el caucho en el abdomen, la celulitis, la caída de los senos y la pérdida de firmeza en los glúteos debe ser reducida mediante la realización de cirugías. Esto, según las narrativas mediáticas y publicitarias, permite a las mujeres lucir más jóvenes, detener su proceso de devaluación social, así como les proporciona la ilusión de salud, esbeltez y atractivo sexual asociado a la juventud». 

Nuevamente, Esther Pineda tiene razón. 

Una de las quejas más frecuentes en las Cartas a la directora que se mandan es, precisamente, sobre la presión estética ejercida hacia las mujeres. En una de las más recientes, escrita el pasado abril, la humorista Clara Ingold explica esta perfección física y estética a través de una reflexión sobre el pelo graso, algo que le llevó a la obsesión de lavárselo a diario en su adolescencia y que ha arrastrado hasta su adultez: 

«Sentir el pelo graso es bastante más subjetivo de lo que pensamos. Sí, señoras, a mí me ha pasado sentir que ya estoy al límite y que alguien venga y me diga: ” Tienes el pelo genial hoy” ¿Qué hacemos con esto?

Pues con el tiempo me ha llevado a algo positivo: A intentar estirar el lavado, siempre que las circunstancias de la vida me lo permitan, a día sí día no. Esto que parece tan tonto, atención: reduce el número de lavados de nuestra vida a exactamente la mitad. La mitad de lavados, la mitad de secados, la mitad de desenredados, la mitad de trabajo. Eso es mucho, amigas mías, y he de decir que mi melena está más contenta y yo me he vuelto algo más despreocupada con el tema.

Es decir, que creo que hay algo muy mental en el sentirnos sucias, algo profundamente cultural y adquirido en el hecho de no ir perfectas. Si pensamos en lo que es la historia de la humanidad, el champú y los productos estéticos llevan existiendo siete minutos y medio. No hace ni un siglo que podemos ir a una tienda a comprar un bote de champú. El darle tanta importancia a la imagen propia forma parte de una modernidad que antes ni existía, para empezar porque la publicidad no era tan perversa o no se había inventado, y porque la gente no tenía ni espejos en sus casas. Obviamente no estoy diciendo que en el medievo la gente viviera mejor, seguro que debían de oler muy mal. Pero hay algo que me hace pensar que el hecho de no mirarse constantemente al espejo, a la fuerza, debe traer cosas buenas»

Juzguemos nosotras mismas. Y, sobre todo, seamos conscientes. Nos va la vida –y la juventud- en ello. 

Noelia Blanco Rocamora

Periodista, lectora, escritora, exploradora emocional y víctima de la introspección.

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