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A esos libros con alma(s)

Creo rotundamente que dentro de cada libro no habita un alma, sino infinitas, como infinitos son sus lectores, que de forma inconsciente han ido depositando en ellos una parte de su ser. Así pues, un pedacito de aquellos que un día decidieron nadar entre sus mares de papel e hicieron suyas las palabras que se iban encontrando durante el viaje, queda impreso en esas páginas. A veces puedes palparlo con facilidad y otras, simplemente, es algo intangible pero que sabes que está allí, como el presagio anterior a la tormenta.

 Quizá por eso sienta una gran fascinación por los libros antiguos a los que, sin yo buscar, acaban siempre por encontrarme. Esos libros que nos buscan a nosotros y nos atraen hasta ellos como un imán, porque necesitamos del embrujo de sus letras y no de otras, en ese preciso instante de nuestras vidas.

 No he experimentado una sensación más vibrante y emotiva que el momento en el que uno de esos libros antiguos te escoge a ti y acaba por encontrarte en el momento y el lugar más inesperados. Se trata de un instante fugaz, como el aleteo de una mariposa, pero durante ese lapsus de tiempo vuelves a ser de nuevo la niña que, excitada y presurosa, salta de su cama en la mañana de Navidad para descubrir los regalos. En ese instante caduco sucede la magia e, inevitablemente, sabes que ese libro será parte de ti y tendrá su espacio en el hogar que con tanto amor has construido para ellos: tu biblioteca.

 Uno de los diversos rituales de lectora/escritora que sigo desde hace tiempo es tener cerca de mí alguna de esas joyas rescatadas de algún puesto callejero o de una vieja librería que un día encontré por casualidad (o, mejor dicho: que un día me encontró a mí, no tengo yo tan claro que de forma casual.

Desvío la mirada hacia mi lado derecho y me encuentro con uno de estos tesoros con alma(s) que, como un talismán, descansa siempre cerca de mí en un rincón de mi escritorio. Se trata de una edición muy antigua de “Mujercitas”, escrita en inglés. 

 El libro me encontró una mañana lluviosa del mes de diciembre, cuando andaba curioseando entre los puestos callejeros de Portobello Road Market, en Londres. Sucedió cuando el peor año de mi vida estaba a punto de decirnos adiós y yo decidí hacer mi primer viaje sola, después de que el mundo como yo lo conocía ardiera hasta quedar de él sólo un puñado de cenizas humeantes. Lo sostengo entre mis manos y acaricio con mimo su cubierta de cuero, suave y manida por el inexorable paso de los años. El título, así como el nombre de la autora y unas delicadas flores de estilo Art Déco que adornan la cubierta, están grabadas en relieve sobre el cuero, teñido de un verde oliva, que otrora luciría más vivo y jovial.

 En la esquina inferior izquierda, una pequeña e irregular mancha color café.

 Fantaseo con la idea de qué sucedió para que esa salpicadura, apenas perceptible, haya acabado cubriendo ese espacio del libro que aún sostengo, qué alma anterior a la mía provocaría tal accidente…

 Lo abro entonces y el misterio se asoma de nuevo ante mis ojos: soy incapaz de entender el nombre de pila de la persona a la que perteneció mi libro, aunque sí leo con claridad que Barlow fue su apellido y que el libro le fue entregado en el año 1922. Me convierto otra vez en detective de las letras y trato de resolver el enigma, pero hoy tampoco tengo éxito…

 Paso las páginas paulatinamente, como si acariciase con ternura a un animalillo indefenso y aprecio cómo el papel, en otro tiempo níveo y consistente, presenta ahora un tono hoja de otoño, que se torna a ocre en las esquinas. Durante ciento tres años, el aire y la luz han jugado a su antojo con esas páginas, transformándolas en lo que son hoy.

 La lignina, esa sustancia oscura que se oxida con el tiempo y que está presente en el papel, es la culpable de que el libro envejezca, como lo hacen nuestros rostros con el paso de los años. Me lo acerco a mis fosas nasales y aspiro su aroma hasta llenar mis pulmones. Pienso que no existe un olor en el mundo más narcótico y adictivo que el que desprenden las hojas de un libro antiguo. Una vez más, esta sustancia misteriosa sigue degradándose entre las aventuras de Jo March y sus hermanas, haciendo aparecer tímidamente aromas como la vainilla, hierbas aromáticas o el moho. Me parece muy romántica la idea de que, con el paso del tiempo, los libros vuelvan a su origen, cuando eran habitantes de la naturaleza, aunque sea en forma de olores que una sustancia ha creado solo para ellos.

 Mis ojos caminan sin prisa entre las doscientas diecinueve páginas de la obra maestra de Louisa May Alcott en busca de alguna anotación escrita a mano en los márgenes o de alguna palabra subrayada, pero en esta ocasión, el paseo no ha dado sus frutos.

 Si hay algo que me fascina de perderme entre las páginas de uno de estos libros con alma(s) es descubrir algo, por insignificante que sea, que pueda acercarme más a aquellos que antes que yo habitaron su mundo. ¿Por qué subrayó esta palabra y no otra? ¿Por qué esta frase hizo que una chispa prendiera en su interior? ¿Qué quisieron recordar al escribir eso o aquello en sus márgenes? Cuando te encuentras con algo así en uno de estos libros, te reencuentras también con aquellos que, más allá del tiempo o del lugar, saborearon esas mismas palabras que tú, acariciándolas con la yema de los dedos en un intento de no dejarlas escapar.

 Aparto ahora la mirada de “Mujercitas” y lo dejo de nuevo en el lugar donde descansa junto a una primera edición de “Entre visillos”, de Carmen Martín Gaite. Dejo por un momento a ambas autoras juntas e imagino qué maravillosa conversación podrían llegar a tener. Contemplo entonces el hogar en el que conviven y conversan Sylvia Plath, Virginia Woolf, Almudena Grandes, Irene Vallejo o María Luisa Bombal, entre muchas otras (y algún otro) Pienso en la marginalia que invade sus páginas, las palabras que he rodeado o las frases subrayadas.

 Fabulo con la idea de en qué manos caerá cada uno de ellos cuando yo ya no esté. Me gusta trazar mapas que ayuden a esas lectoras del mañana a encontrarme.  Trato de que un pedacito de mi alma quede también encapsulada en esos libros que un día dejarán de pertenecerme y vagarán perdidos por el mundo, esperando encontrar (como lo hicieron conmigo) a aquellas que necesiten de su historia en ese preciso instante.

Cristina Muñoz Tortosa

Una flâneuse del sigloXXI, que pasea por el mundo con los ojos bien abiertos para no perderse nada y escribir sobre ello.

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