Mi cuerpo ahora es libre. Pero no siempre ha sido así. Muchas han sido las ocasiones en las que, en vez de abrazarlo desde el amor profundo, lo he analizado con una mirada inquisidora. Odiarnos es algo que socialmente se nos enseña: una especie de enfermedad que nos habita, veneno ponzoñoso que sacude la idea de nosotras mismas para disociarnos en las construcciones que los demás indican que debemos ser.
La industria de la belleza nos instaura en un “deber ser” construido desde el odio a no cumplir unas expectativas obligadas. Así nos enfrentamos a una carrera: somos el galgo por el que se realizan apuestas sin saberlo. Seguimos al conejo de madera sin saber que no es un conejo y que no está hecho de piel ni de huesos.
Mujeres idílicas, muchas veces inalcanzables por los retoques fotográficos o de bisturí, se nos ofrecen como la normalidad que debemos alcanzar. No solo se nos anima a perseguir imposibles para muchas mujeres, sino que, además, si no lo conseguimos, somos tachadas, denigradas, expulsadas de los cánones. Y de este tipo de mensajes están llenas las redes.
Tan metido en la piel estaba este mensaje que tuvimos que inventar un torrente de pensamiento body positive. Tuvimos, efectivamente, que crear una vertiente de pensamiento, casi una forma de lucha política, para comprender que odiarnos no era el camino. Para entender que todas las voces de fuera que querían aplastarnos con sus botas de hierro eran solo proyecciones en una cueva de la que no nos dejaban salir.
El veto a envejecer, el maquillaje como obligación para ser “más hermosas”, las pequeñas torturas como la depilación, la eterna dieta, someternos a cirugías para que los cuerpos encajen, la dictadura de la moda si tu cuerpo natural no entra en tal o cual talla… Desde adolescentes vivimos sin mirarnos, sin amarnos, sin calma, porque si bajamos la guardia nos convertimos en la desaprobación. Y la sociedad te mira, murmura, te recuerda que debes odiarte si no cumples las normativas.
Nuestro cuerpo es el templo que nos sostiene. Nos deja reír, correr cuando tenemos prisa, sana cuando enfermamos, salta cuando se requiere. Nuestros pies están hechos para bailar, para correr, para caminar por el mundo y descubrir. Vivimos en un cuerpo en constante cambio: hormonas, ciclos mensuales, embarazos, lactancias, perimenopausia, pubertad, adolescencia, menopausia, menarquia. Nuestro templo de carne y huesos pasa por todo ello, muchas veces sin el amor que merece de nuestra parte.
Deberíamos grabarnos que nuestra vida tiene valor: peses lo que peses, tengas un cuerpo fuerte fuera de lo que se considera “femenino” o no, con pelos por todas partes o por ninguna, con canas, sin ellas, lleno de cicatrices que cuentan historias o de estrías que guardan las huellas de lo que hemos vivido. Todos los cuerpos son válidos, hermosos, y por el simple hecho de estar vivos, son un regalo. Porque en este mundo efímero y maravilloso, estar viva es un regalo que desperdiciamos demasiado bajo la dictadura del odio por encajar en un canon creado por otros.
Tengo el corazón demasiado grande como para decidir odiarme cuando me miro al espejo y no cumplo expectativas. Doy las gracias a mi cuerpo; lo abrazo; he dejado de hablarme en negativo para susurrarme palabras cariñosas que me dan calor cuando todo lo demás es frío.
Sé que no es fácil querer salir de la cueva. Pero podrías empezar por mirarte hoy al espejo y hablarte bien. Dejar de fijarte en las patas de gallo, en las manchas del sol, y permitirte encontrar algo en ti que sea hermoso. Porque, hermana, toda tú lo eres.